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La Tercera

Las lágrimas

«Lo que nunca hicieron ni Galdós ni Sorolla, en España, ni Doré o Zola, en Francia, fue mojar con sus propias lágrimas las páginas de sus novelas o las telas de sus lienzos. La denuncia del infortunio no se escribió en primera persona, sino con la firmeza de una voz alejada del mercadeo del pañuelo y del comercio líquido del moco. Ese fue el legado que el infinito Goya legó al mundo: la necesidad de representar el dolor ajeno sin sucumbir a la piedad o dejarse llevar por el odio»

Javier Moscoso

En nuestro mundo contemporáneo, las lágrimas se han convertido en la antesala de la verdad. Como parte de la pulsión autoritaria que pretende legislar sobre la intimidad de las personas, no son pocos los que se lanzan sin recato a convencernos de lo que sea ... a través del uso interesado de sus lágrimas. Aquí, admitámoslo, ya llora todo el mundo. Tan pronto desayunamos con la llantina de una canciller como cenamos con los sollozos de un periodista. El llanto del político nos resulta tan familiar como el desconsuelo de un niño. Hasta tal punto vivimos en un mundo lacrimógeno que la sosería de la verdad ha sido sustituida por la sabrosura de la emoción incontrolable. Lágrimas ya las hay hasta en la sopa. No hay argumento que, para resultar creíble, no venga mojado en el sudor del párpado. No hay opinión pública que no nos llegue, como una vulgar torrija, bien empapadita en llanto. Como en los tiempos en los que la Inquisición interrogaba a los cuerpos (que no mienten) sobre los delitos del alma, nos hemos acostumbrado a asentar nuestros juicios sobre las razones líquidas del ojo antes que sobre la solidez de la evidencia contrastada. Entiéndase bien: el problema no radica en que nos sintamos conmocionados por el llanto ajeno, sino en que hagamos de nuestras cualidades empáticas la piedra angular de nuestros juicios, contribuyendo a la erosión progresiva de lo que nos queda de las viejas virtudes democráticas.

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