El jarrón chino
CÓMO retumbaba la otra noche, en la colina de El Loco, la distante oquedad, el helado desapego con que Felipe González hablaba de José Luis Rodríguez Zapatero. Gélido en la palabra, displicente en el gesto, cortante en la mirada; calibrando adjetivos con un metrónomo invisible para impedir que se escapara una sola nota de entusiasmo. Y ese rictus tan estudiado de alejamiento, esa lograda composición gestual de maliciosa indolencia. Su rostro escéptico componía un discurso subtitulado a sus palabras corteses, a sus elogios administrados con el cuentagotas del recelo. En Andalucía le decimos a eso echar perfume con el frasco cerrado.
Una década ha tardado Felipe en encajarse a sí mismo como un actor retirado que asiste a una función ajena. Diez años para asentar el rencor que abotargaba su rostro y le sembraba en los ojos arrugas de rabia y encono. Ahora se le ve suelto, autoaceptado, quizá más cómodo a medida que observa cómo le agrandan las comparaciones. Su perfil de demiurgo aún conserva algo de ese carisma de seducción que le permitía flotar en una ciénaga de poder degradado. Sabe que el tiempo corre a su favor porque difumina los contornos, suaviza los recuerdos y cicatriza las heridas. Ha sobrevivido a su propio horror, y administra con un filtro de gélida crueldad -¿a qué memorialista iría dirigido el profundo desprecio con el que repetía eso de que «hay gente con la que me niego a tomar café»?- las referencias de su borroso liderazgo.
Un ex presidente es como un jarrón chino, le dijo a Quintero; una reliquia valiosa que estorba en todas partes y que nadie sabe dónde poner. Y era la frase como un reproche elíptico para quienes -lo dice en privado con menor recato- creen haber inventado la política y se lanzan con adanismo suicida a inaugurar un mundo que ya estaba inventado mucho antes de que ellos lo estrenasen. Le preguntó el de la Colina por el diálogo con ETA y envolvió la respuesta en unos monumentales, clamorosos corchetes de escepticismo. El jarrón chino brillaba a punto de romperse en el aparador de una sala donde nadie parece tenerlo en cuenta.
Resultaba imposible, sin embargo, escucharle sin pensar en algún otro jarrón recién colocado, en una alacena simétrica, entre el mobiliario inútil del desván del poder. Cargado hasta los topes, como Felipe al principio, de un resentimiento sin destilar aún a través de la quebradiza y porosa porcelana de la ausencia. Esperanzado acaso con figurar en un abstracto inventario de bienes recuperables. Incómodo todavía por no poder gozar siquiera del consuelo de las comparaciones. Demasiado joven para resignarse -también como González hace un decenio- a un destino de polvo acumulado sobre su memoria. Ay, los jarrones chinos; tan raros, tan frágiles, tan lujosos, tan dolorosamente innecesarios en la funcionalidad desagradecida de la política. Siempre a la espera de que su pátina de fulgor derrotado envejezca con el contraste estéril de los fracasos ajenos.
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