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Hartos de agravios

Cámbiese la ley electoral para que el llanto del nacionalismo vasco y catalán no logre tapar la voz de la España que clama en vano

Isabel San Sebastián

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Es bien sabido que aquí «el que no llora no mama», pero no es menos cierto que el lamento permanente acaba colmando el cántaro. Y el de la paciencia de los españoles está a punto de reventar. Estamos hartos de victimismo nacionalista. Hartos de protestas tan ruidosas como infundadas. Hartos del monotema catalán, tan cansino como el vasco. Hartos de que nos ofendan quienes deberían agradecer los privilegios de los que gozan. Hartos de mentiras. Hartos de exigencias. Hartos de amenazas.

Asturias sufre la despoblación de comarcas enteras, a falta de trabajo, inversiones, futuro y esperanza, a la vez que asiste impotente al deterioro prácticamente irreversible de un patimonio histórico-artístico de incalculable valor, ignorado o despreciado por los sucesivos gobiernos que han regido la nación. Las dos Castillas padecen problemas muy parecidos: envejecen, se vacían y ven cómo se desmoronan los vestigios de un pasado decisivo en el devenir de España, que no despierta interés alguno en la autoridad competente. A la Rioja no solo no llega el AVE, sino que para viajar a Logroño desde Madrid es preciso hacer transbordo en Zaragoza, ya que si se quiere obtener plaza en el único tren directo diario que parte de la capital, siempre abarrotado de pasajeros, es preciso reservarla con semanas de antelación. Idéntica o similar deficiencia sufren Teruel, Cáceres, Badajoz, Jaen y otras muchas cabeceras de provincia, mientras Barcelona, Tarragona, Lérida y Gerona están comunicadas entre sí, con Madrid y con el corredor Mediterráneo en magníficos caballos de acero que galopan a velocidad vertiginosa. A Murcia, la huerta de Europa, cuyos cultivos baten marcas de calidad y rentabilidad, no llega una gota de agua procedente del río Ebro, que da nombre a la Península. También Valencia y Alicante pasan sed, mientras millares de hectolitros del líquido elemento acaban cada año en el mar, porque así lo decidió el presidente Zapatero al liquidar el Plan Hidrológico Nacional en el empeño de satisfacer a sus socios de la barretina. Andalucía soporta cifras inaceptables de paro y pobreza a las que es preciso sumar, últimamente, las graves dificultades derivadas de la llegada masiva de inmigrantes procedentes del norte de África. Entre tanto, el País Vasco se beneficia de un sistema fiscal descaradamente injusto, merced al cual la financiación destinada a sanidad, educación y demás servicios sociales alcanza 4.200 euros por habitante, equivalentes a más del doble de la media nacional, apenas superior a los 2.000.

Llenaría diez columnas como ésta enumerando la interminable lista de agravios que podrían esgrimir, cargados de razón, los residentes en distintos lugares de nuestra geografía castigados con respecto a vascos y catalanes. La Constitución les reconoce iguales derechos y libertades, que a la hora de la verdad quedan en papel mojado. La realidad es que en España hay ciudadanos de primera, de segunda y hasta de tercera, dependiendo de donde les haya tocado nacer o donde vivan. Y por si esta discriminación de origen no resultara suficientemente indignante, desde hace lustros la atención del Ejecutivo, del Legislativo y de los medios de comunicación se concentra precisamente en las dos comunidades autónomas beneficiarias de mayores ventajas. Aquellas cuyos dirigentes han hecho de la queja constante su único argumentario político y del chantaje su estrategia. ¡Ya está bien! Cámbiese de una vez la ley electoral a fin de que, por mucho que lloren, sus votos valgan lo mismo que los del resto de los españoles y sus voces no logren tapar la de la España que clama en vano ser recordada por los que mandan.

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