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Gracias, Adriana

A partir de ahora todos seremos Quevedo

Luis Ventoso

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Curioso que algunos de los versos de amor más sentidos y depurados jamás escritos en castellano se los debamos a don Francisco de Quevedo y Villegas, un misántropo sarcástico, que a decir de su archienemigo Góngora era también un borrachín y un liante. Tengo un amigo, muy inteligente y memorioso, que cuando incurre en el relajo de las libaciones expansivas acostumbra a rematar la velada declamando su poema predilecto, el extraordinario soneto de Quevedo titulado «Amor constante más allá de la muerte». El poeta retrata de manera devastadora la aniquilación que a todos nos aguarda. Pero en la coda final, traza un hermosísimo quiebro y abre un resquicio a una mayúscula esperanza: el amor podría sobrevivir a la muerte.

Copio tan afamado soneto: «Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra que me llevare el blanco día, y podrá desatar esta alma mía hora a su afán ansioso lisonjera; mas no, de esotra parte, en la ribera, dejará la memoria, en donde ardía: nadar sabe mi llama la agua fría, y perder el respeto a ley severa. Alma a quien todo un dios prisión ha sido, venas que humor a tanto fuego han dado, medulas que han gloriosamente ardido, su cuerpo dejará, no su cuidado; serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado». Una cima de la literatura universal. Sin embargo es breve: solo 91 palabras.

Pues bien, a partir de ahora, merced a nuestro Gobierno de progreso, todo español que desee sentirse un poeta de genio ha de saber que puede publicar un libro de sonetos engordado con cinco o seis de Quevedo y presentarlos como propios con toda la jeta. Así lo anunció ayer la número dos del PSOE, Adriana Lastra, mientras escapaba casi al trote por los pasillos del Congreso del coro de periodistas que preguntaba por el Sánchezplagio. El caso fue destapado la semana pasada por ABC, que reveló los plagios en la tesis. Pero ayer «El País», que había defendido numantinamente a Sánchez, acusó al presidente de haber copiado también en un libro que publicó un año después de su turbio doctorado. Preguntada Lastra por tal volumen, respondió: «Ah, claro. ¿Es que 300 o 500 palabras que no llevan comillas es un plagio? ¡Por favor!». Según los parámetros de Adriana –incapaz de acabar su carrera y que nunca ha trabajado fuera del aparato socialista–, fusilar un soneto de Shakespeare, Lope o Quevedo no sería plagio. Pero emerge entonces una duda metafísica. Si las 500 palabras que fusiló Sánchez en su libro –y todas las hazañas similares perpetradas en su tesis– no son plagio; entonces, ¿qué son? ¿Magia alquímica? ¿Un milagro de Santo Tomás, patrono de los universitarios? ¿Un agujero negro de Stephen Hawking?

El tesón del sanchecismo en negar lo obvio le está añadiendo a la inmoralidad de la mentira el sonrojo del ridículo. El presunto plagiador, de cumbre europea en Austria, al menos estuvo más cauto y se guareció en los monosílabos malencarados. Como le decía Iglesias a Rajoy, la cuenta atrás del reloj ya le hace «tic-tac» a Sánchez. Desacreditado, solo queda la salida de las elecciones, pues su moral elástica no le permite contemplar la dignidad de una dimisión. ¡Ay si la pluma de Quevedo pillase a esta grey!.

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