Montecassino

De Göttweig a Arganda

Europa es mucho más que un anónimo poder socialdemócrata burocrático y autoritario

En junio volveré a Göttweig. Como todos los años desde hace ya un cuarto de siglo, subiré la preciosa carretera cubierta por castaños centenarios que conduce desde la vieja villa medieval de Spitz junto al Danubio hasta el monasterio benedictino más antiguo de la Baja ... Austria. Más de mil años llevan allí los monjes de San Benito, en su ora et labora, en el cuidado de bosques, el cultivo del vino y el aguardiente de melocotón, su inmensa biblioteca y los tesoros que han sobrevivido a las incontables guerras, invasiones e ideologías. Hace dos siglos fue arrasado por los franceses, hace 70 años escuela de mandos nazis y después cuartel aliado. Pero los benedictinos nunca abandonaron el Montecassino del Danubio.

Nadie ha contribuido más a la continuidad cultural histórica en Europa que esos refugios de la fe, el conocimiento y la sabiduría que son los monasterios. Hoy, aunque vivamos cada vez con menos fe y un conocimiento tan fraccionado y disperso que parece impedir toda sabiduría, siguen siendo referencia cultural, espiritual y política para entender qué fue y qué es Europa. No es solo la Unión Europea. Es mucho más que un organismo burocrático que expende directivas para los países miembros y mucho más que una comunidad de derecho que se compromete a unas normas de trato y conducta común y colectiva. Europa tiene una identidad como Occidente judeocristiano, como espacio de libertad y de comunidad de valores de la razón y la defensa de la persona, además de la suma de las voluntades e identidades de los estados nación. Que deben resistirse a dejarse diluir por poderes globales y anónimos en un ámbito administrativo y político común en el que se disuelvan los sujetos de soberanía. Para crear una sociedad sin identidad manipulable y moldeable, con individuos intercambiables y sometidos a control y obediencia de un poder lejano, desconocido, no elegido ni controlado.

Cerca de Göttweig está la abadía de Melk, desde cuyo balcón Napoleón pasó revista a sus ejércitos en avance hacia Viena. Desde Göttweig se divisa Dürnstein, donde pasó cautiverio Ricardo Corazón de León. Aquellos acantilados eran ideales para peajes y asaltos a caravanas en la ruta de la seda y las cruzadas desde Oriente y Jerusalén hacia el norte de Europa. Allí, políticos y periodistas hablamos de Europa. Convocados por el viejo maestro Paul Lendvai que no murió con su familia en Auschwitz ni en la cárcel de la Hungría comunista para convertirse en un grande del periodismo europeo. Allí se habla de la voluntad europeísta y también del celo, no solo los cuatro de Visegrado, por defender identidad y soberanía, frente al canto globalista. Este año lo compagino con una conferencia en Viena sobre un gran libro español «Imperiofobia o La Leyenda Negra». Con su autora, Elvira Roca Barea, admirada amiga que ha puesto patas arriba la forma de contar y hablar de la historia de España. Esa España que siempre se ha dejado engañar en el relato de su propia peripecia por sus enemigos. Se hablará de la inmensa admiración de los países danubianos por las gestas de España por Europa y la Humanidad que fueron la Reconquista y el Descubrimiento y la Conquista de America. En el castillo de Cracovia de aquel gran rey polaco Sobieski que salvó a Viena del islam en 1683, domina el salón del Trono un gran tapiz con la gesta española de Lepanto de 1571. Organiza el encuentro de Viena, Bartolo Khevenhüller, descendiente del embajador del Sacro Imperio ante Felipe II, Hans Khevenhüller, que, cuentan, tenía no solo sus magníficos palacios en Carinthia, también uno en Arganda.

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