Ganar o no ganar
MADRID puede hoy ganar o no ganar unos Juegos Olímpicos, pero no los puede perder porque sólo se pierde lo que se tiene y Madrid nada tiene más que una esperanza. Muchos madrileños sienten temor a la victoria porque tienen pavor a siete años de ... obras, sin reparar por cierto en que ya llevan seis sin pretexto alguno, pero no hay en el mundo mayor palanca de desarrollo para una ciudad que la de ser sede de unas Olimpíadas; el deporte moderno mueve negocio, imagen, tecnología y prestigio, y por eso hay bofetadas por llevarse la puja que los miembros del CIO adjudican con pompa de cardenales, ambición de trincones y picardía de subasteros. En cónclaves como el de Copenhague este centenar de sacamantecas, la mayoría de los cuales apenas ha hecho en su vida otro ejercicio que el de poner el cazo, se sienten los amos del mundo, centros de la pleitesía y objetos de la coba de los líderes de la Tierra. Es el mayor espectáculo de «lobby» conocido; un displicente sanedrín de traficantes de influencias dejándose sobar el lomo por los poderosos del planeta, a los que a menudo prometen el voto a la vez para decidirse luego por la candidatura de la que entienden que pueden sacar mejor tajada.
Las razones de la geopolítica enfrían la «corazonada» de Gallardón, pero objetivamente Madrid es de las cuatro candidatas la ciudad mejor preparada para acoger unos Juegos, la más equilibrada, mejor estructurada y más segura. Está incluso en mejores condiciones que Barcelona cuando ganó la sede del 92, pero entonces mandaba en el CIO un Samaranch que ejercía de Papa olímpico y que ahora ya tiene pocos favores que cobrar y menos que devolver. Y España cuenta lo que cuenta en el mundo; el corazón no es la víscera más sensible de comité de bonvivants, que ya evacuó un informe preventivo en el que se asombraba de la cantidad de gente y de instituciones -ayuntamiento, autonomía, gobierno y organismos deportivos- que mete mano por aquí en los asuntos que ellos consideran de su exclusiva incumbencia.
Con todo, hasta esta tarde hay derecho a soñar. Gallardón se ha jugado en el envite buena parte de su carrera política y con su empeño de autoestima ha logrado llegar por dos veces al final de la aventura. Él sabe que por mucho espíritu de participación que alimente la competencia no hay Coubertin que valga a la hora de los fracasos; del segundo nadie se acuerda en un mundo donde sólo cuentan los ganadores. La probabilidad más verosímil es la de palmar y que el sueño vuelva a morir en la orilla; en ese caso será el alcalde el que arrastre con su ciclotimia el peso de la derrota. Pero si gana habrá que reconocerle el mérito a quien lo tiene, por mucho que a las victorias siempre les salgan cien padres. Y ante un éxito así no habrá estadio en que quepa un ego político tan inabarcable.
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