Cambio de guardia
Robin y Marian
Murió la semana pasada, Sean Connery. Audrey Hepburn, hace veintisiete años
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Iniciar sesión¿Puede la muerte revestir liturgia bella? Debe. Si algo de humano nos queda a los humanos. Ahora que Sean Connery ha muerto, me vuelve la secuencia: un guerrero maltrecho, apenas sobre sus pies, destartalado, retorna al Nottingham de sus años legendarios: sobrevivió a las ... cruzadas y está ahora a punto de naufragar en el ridículo que acecha al hombre de armas viejo. Velándolo, está la mujer que en otro tiempo lo amó y a la que amó; ahora estricta abadesa en el huracán que enfrenta a los poderes civil y religioso. Sean Connery, Audrey Hepburn. Y uno de los más bellos desenlaces de la historia del cine. Lo filmó Richard Lester en 1976: «Robin y Marian».
«No volverá a repetirse este día, ¿verdad Marian?». Es la medida voz del dandy que dosifica las que sabe últimas palabras, cuidándose de que una tenue sonrisa eluda la tentación del énfasis: «¿Por qué así?», pregunta. Y Marian, la autoritaria abadesa, sapientísima en hierbas y venenos, que ha compartido con el viejo amante el bebedizo que los sacará del ahora senil mundo, desgrana su profesión de fe definitiva: «¿Por qué…? Porque te amo. Más que a los niños a los que cuidé, más que a los campos que cultivé, más que a la plegaria de la mañana, más que al amor o que a la vida eterna. Te amo… más que a Dios».
Luego, Lester resuelve esa despedida de los demasiado viejos amantes en una elipsis grandiosa: Robin Hood, sin apenas fuerza, lanza una última saeta al cielo. «Donde caiga la flecha, ponednos juntos y allí dejadnos». Y la cámara, tras el dardo, naufraga en un blanco cielo infinito. Allí. Amor y muerte, en un arrebato lírico al cual Connery y Hepburn dan la mesura exacta: sin un relente de melaza sentimental; tan sólo la inexorable matemática de los afectos, que es lo único en lo cual amor y muerte preservan su frágil pureza.
Murió la semana pasada, Sean Connery. Audrey Hepburn, hace veintisiete años. Pero, en este tiempo maldito de ahora, en este mundo que ha borrado aun el ancestral consuelo de acompañar al que muere en su última hora, en este tiempo, en este mundo de muertes impersonales, obscenas, despojadas de rostros y de aprecios, aquel diálogo final en la película de Lester toma valor de intemporal ensueño. Y el vaso de veneno, libremente preferido a la decadencia, con el cual brindan al recuerdo de los que fueron un cruzado viejo y una vieja abadesa, un malherido Robin y una exhausta Marian, reviste la intensidad elegíaca del íntimo paraíso que sobrevivió a todo: es la flecha a la que los amantes no verán perder vuelo y caer a tierra, como cae toda cosa. La nostalgia de infinito de Lester estalla, entonces, en el fundido en blanco que cierra la película.
Una muerte envidiable, una liturgia bella: eso es todo. Todo lo que nos es negado en el tiempo maldito nuestro. Todo. Lo que nos regalaron Sean Connery, Audrey Hepburn. Hace ya medio siglo.
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