Cambio de guardia

Los no héroes

Ana Frank es una de los seis millones de judíos exterminados por la Alemania de Hitler. Tenía quince años

«¿Hizo usted lo que hizo para salvar al gueto o para salvarse a usted?». La brutalidad de la pregunta rompe cualquier cortesía. En el documental ‘El último de los injustos’, Claude Lanzmann reconstruye la otra cara de su monumental ‘Shoah’, el más lúcido -y ... el más escalofriante- de los testimonios fílmicos sobre el exterminio judío bajo el nazismo. Y, de un modo muy profundo, este segundo trabajo deja al espectador un aliento aún más amargo que el primero. Porque ‘El último de los injustos’ esboza -y lo hace con piedad- la tragedia de quienes no supieron ser héroes.

Lanzmann está conversando con el rabino Benjamin Murmelstein, de cuya complicidad con Adolf Eichmann surgió la farsa de un idílico campo de concentración, Terezín, escaparate que exhibió Alemania como humanitaria versión de su paraíso judío. De Murmelstein, lo menos duro que puede decirse, en la perspectiva que da casi un siglo, es que fue un personaje turbio. Turbio hasta el escalofrío. Y que se entiende, desde luego, muy bien el dictado rabínico que, a su muerte en 1989, relegase su entierro al rincón más apartado del cementerio judío de Roma. «¿Hizo usted lo que hizo para salvar al gueto o para salvarse a usted?» Respuesta inconmovible del rabino que seleccionó a aquellos de su comunidad que habían de ir a la muerte: «Estaba entre el yunque y el martillo». Y colaboró. Y vivió.

Me ha vuelto a la memoria el desasosegante documental de Lanzmann al leer, en toda la prensa internacional, la información que habla del descubrimiento de quien habría sido el delator de Ana Frank y su familia. Ana Frank es una de los seis millones de judíos exterminados por la Alemania de Hitler. Tenía quince años. Los dos últimos los había pasado emparedada con su familia en un escondrijo de Ámsterdam que, al fin, fue delatado. Y, en esa claustrofobia de dos años, fue escribiendo el diario que hace de ella el símbolo del desvalimiento absoluto. ¿Fue el notario judío Arnold van de Bergh, como concluye Pankoke, quien denunció a los Frank para salvar a su propia familia? Es obsceno enfatizar esa pregunta. Fue el nazismo quien asesinó a seis millones de judíos: los Frank entre ellos. Y su instrumento fue el terror de Estado: en dosis irresistibles.

En diciembre de 1964, André Malraux oficia la oración fúnebre que acoge en el Panteón las cenizas de Jean Moulin, el más legendario de los héroes de la resistencia: «Entra aquí con tu terrible cortejo. Con los que murieron en los calabozos sin hablar, como tú; e incluso, y es quizá lo más atroz, con los que hablaron». Tiene razón. Lo más atroz de una dictadura no está en los héroes que murieron combatiéndola; aun en sus formas más crueles. Lo más atroz está en las almas a las que logró quebrar hasta hacerlas herramienta de su propio daño: esas que, ante el espejo, no ven siquiera ya su rostro de hombres.

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