cambio de guardia
Espejos y monedas
En una galería de espejos mugrienta, una ministra alecciona sobre glándulas mamarias
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Iniciar sesiónLa igualitaria ministra de sexo y género alecciona sobre el televisivo evento más hortera de la galaxia. Es lo suyo. No hace tanto que comparecía en un serial lacrimógeno de tele rosa. ¿Y en qué mejor tribuna? El televisor es el último espejo de un ... mundo que sólo existe en los fantasmas mediante los que cualquier realidad se borra.
En un apócrifo volumen de la ‘Enciclopedia Británica’, había dado -cuenta Borges- Bioy Casares con cierta secta gnóstica que, en los primeros siglos de nuestra era, habría abominado la cópula y los espejos porque multiplican el mundo. De esa fulguración nace uno de los más primorosos relatos del maestro bonaerense: ‘Tlön, Uqbar, Orbis Tertius’ es una aritmética elegía a lo diabólico en sus improntas especulares.
En el espejo comparece lo que no está. De ahí que los lúcidos vampiros nada vean sobre su superficie. Porque allí no hay nada. Salvo un engaño, de cuya regulación los grandes maestros de la pintura supieron hacer oficio. Todos reconocemos el momento supremo de ese comparecer en el cuadro lo que está fuera del cuadro: ‘Las Meninas’ velazqueñas. Pero es hermoso detenerse ante algunos de sus predecesores. Menos ilustres. No menos didácticos. Está, por ejemplo, ese cuadro menor, aunque de factura impecable: el que pintó Quentin Massys en 1514 y que conserva el Louvre con el título de ‘El prestamista y su esposa’. Un hombre está contando monedas de oro; a su izquierda, una mujer pasa, sin verla, la página ilustrada de su libro de oraciones, y no tiene ojos más que para el brillo de las monedas sobre el terciopelo verde del tapete. Una convencional alegoría -una de tantas- de hipocresía y avaricia. Pero, en el centro del cuadro, en diagonal casi al borde de la mesa del contable, hay un objeto ajeno a los de su oficio: un espejo. Pequeño, oval y convexo. Sobre él, el desocupado paseante del Louvre no puede no percibir el reflejo de una ventana, concordante en su luz con las sombras de la copa y el tintero que el contable mantiene al alcance de su mano derecha. Si tuviera el capricho de detenerse, el ‘voyeur’ distinguirá, tras el reflejo de esa ventana, la aguja de una iglesia gótica. Sólo un deliberado empeño, sin embargo, le hará reconstruir, abajo, a la derecha, en el área más sombría del espejo, una presencia espectral en tonos rojos. Y le desasosegará saber que es ése el punto en que el espejo debiera estar devolviéndole su propio rostro.
No hay espejo que diga verdad; dice el artificio que su inventor planifica: un mundo paralelo. Eso aprendió de la pintura el Estado. Que el poder es un hermético laberinto de reflejos. Vivimos presos en una de esas casetas de feria que Orson Welles hace volar en esquirlas al final de ‘La dama de Shanghái’. En una galería de espejos mugrienta, una ministra alecciona sobre glándulas mamarias. Y cuenta sus monedas.
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