Mientras tanto, la guerra
«El terrible y estremecedor balance al final del poema, cuando el poeta recuerda la alegría, los himnos y el orgullo invencible de aquella gente adulta y se encuentra de pronto que ‘Mientras tanto, casi todos los que se casaron ya han muerto. / Mientras tanto, los padres de personas de mi edad ya han muerto…’ Mientras tanto estas líneas, mientras tanto esta tarde, mientras tanto la vida cotidiana, mientras tanto Ucrania...»
Fernando Beltrán | Poeta
«El terrible Marte, a la sazón, repartía por igual entre ambos bandos el llanto y las muertes; por un igual mataban y por un igual caían vencedores y vencidos; pero ni estos ni aquellos pensaban en la huida…» (‘La Eneida’. Virgilio)
Siguen llegando ... cada día algunas nuevas imágenes desde Ucrania . Imágenes, sin adjetivos ya. Son cada vez menos, es cierto, pero todos llevamos lloradas muchas de ellas en el transcurso de estos meses, suficientes para no saber ya qué gritar, qué lamentar, qué decir más. Qué podemos hacer, además, nos preguntamos con la boca pequeña, más allá de resignarnos al fin, si estamos lejos de la tragedia, o justificarnos con nosotros mismos si nos hallamos a un lado u otro de la trinchera, mientras comenzamos de paso a desempolvar las armas, los obuses del odio, las jabalinas y faláricas más afiladas, como cuando al comienzo de ‘La Eneida’, el hasta entonces epicúreo y bucólico Virgilio, el de las manos campesinas, la mirada tierna y los versos delicados, ponía en labios de su héroe aquella dolida queja a mitad de camino entre lo irreversible del destino y la coartada más triste y menos convincente de todas, «desesperado, me lanzo de nuevo a la pelea y anhelo la muerte, porque ¿qué otro recurso me queda?».
Ay, diría, si no resultara ya tan anacrónico escribir un lamento a la vez tan nuestro, tan jondo, tan antiguo como especie, y sin viso alguno de pasar de moda. Pobres e impotentes seres humanos anhelando siempre la escabechina y muerte del contrario, incluso la propia si así lo pidieran las circunstancias, o el coro circundante, y sin poder en ambos casos hacer nada para evitarlo. Falaces constructores del desastre más bienintencionado, ‘buena gente’ condenada en defensa propia, y siempre a su pesar, a matar, descuartizar, hacer picadillo al de enfrente, porque qué otro remedio nos queda…
Y así siglo a siglo, nación a nación, vecino a vecino, himno a himno, lanzándonos al exterminio y la autodestrucción, como se lanzaba el bello y ponderado Eneas, el de los ojos gris plata, y el resto de su tropa de ‘efímeros mortales’, al campo de batalla con la espada de doble filo -siempre de doble filo, para hacer más daño-, empuñada con rabia al llegar el combate, por supuesto, pero desenvainada en realidad la mayoría de las veces mucho tiempo antes. Bastaba simplemente un atisbo, sospecha o mero espejismo de amenaza, para aventarla al aire hasta hacer crecer la ofensa, la punzada, la última coartada. Porque siempre hay alguna.
Y si no, la creemos. Y si no, la creamos.
Seres de extrema sensibilidad, con recursos siempre al alza para superarse a sí mismos en todo lo que tenga que ver con su eterna querencia a sentirse agraviados, perjudicados, molestados. El listón cada vez más bajo, cada vez más accesible, más fácil de saltar, hasta que de pronto, sin darte mucha cuenta, ya estás al otro lado y es demasiado tarde. «Más allá de los límites todos son monstruos», escribió Isak Dinesen , y en ese reino de tinieblas no existe criatura más cruel y temible que un humano empeñado en que sean la sangre y la venganza las que pronuncien tras cualquier disputa la última palabra. La peor salvajada.
Recuerdo aún el estremecimiento que atravesó la sala donde se representaba la obra de teatro ‘Incendios’, segunda parte de la tetralogía ‘La sangre de las promesas’, del autor libanés Wajdi Mouawad . Un nudo en el estómago y un vómito de náusea cuando Sawda y Nawal preguntan en el orfanato al médico el porqué de una última matanza acaecida en el entorno de su campo de refugiados, y éste les contesta «para vengarse, sólo para vengarse». Una breve sentencia antes del minucioso, demoledor discurso describiendo los pasos que engordan, enredan y enroscan poco a poco, arenga a arenga, en su propio veneno a la serpiente maligna, la espiral endiablada, la peonza de sangre, vísceras y entrañas salpicadas sobre este tapiz llamado humanidad que se reproduce de saña en saña, de cólera en cólera, de pena en tristeza, de violación en asesinato, y así hasta el comienzo del mundo en una danza sin tregua, y sin consuelo... Agotadora, cruel, innecesaria:
«Ayer los milicianos colgaron a tres adolescentes que se habían escapado del campo de refugiados. ¿Por qué colgaron los milicianos a los adolescentes, me preguntas? Porque previamente dos refugiados habían violado y matado a una chica del pueblo de kfar Samira. ¿Por qué violaron esos tipos a la chica, me preguntas? Porque previamente los milicianos habían lapidado a una familia de refugiados. ¿Por qué los habían lapidado? Porque los refugiados habían quemado antes una casa cerca de la colina del tomillo. ¿Por qué quemaron los refugiados la casa? Para vengarse de los milicianos que habían destruido un pozo de agua perforado por ellos. ¿Por qué destruyeron el pozo los milicianos? Porque los refugiados habían quemado una cosecha al lado del río. ¿Por qué quemaron la cosecha? Y mi memoria se detiene ahí…»
Un ‘antes’ descarnado para justificar al cabo un ‘después’ aún más encarnizado. Como se superaban unos pueblos a otros en ‘La Eneida’ de Virgilio hasta llegar al supremo suplicio de aquella tribu de raíz etrusca que inventó, genio y figura, una nueva modalidad de tortura atando a sus prisioneros vivos con cadáveres. «Manos con manos, bocas con bocas, dejándolos perecer con larga muerte en espantoso abrazo, chorreando podredumbre y sangre corrompida». Pero qué otro recurso nos queda, diría el sensible y cabal Eneas, el de los ojos gris plata, si así lo piden, o decimos que nos lo piden y exigen los dioses tutelares de cada tribu.
Y desde luego nos lo seguirán pidiendo mientras el mundo siga dividiéndose cada poco entre hutus y tutsies, entre serbios y croatas, entre rusos y ucranianos, entre tirios y troyanos… Seres atroces, inclementes, envidiosos, mendaces, desconfiados; seres capaces de soñar, navegar, imaginar, amar, darse la mano; Seres crueles, celosos, desalmados, fieros, implacables; seres capaces de curar, cuidar, donar, sentir, acompañar, sacrificarse tanto. Seres opacos, viles, cínicos, ambiciosos, traidores. Seres capaces de conmover y conmoverse. Seres capaces de avivar el genio, la poesía, la oración, la rebeldía, la ética, la danza. Seres capaces de crear el arte. El asombro del joven poeta ucraniano Serhi Zhadan , cuando nos habla estos días desde el este de su país, en poema inolvidable, de aquel deslumbramiento suyo cuando descubrió de niño, en la celebración de una boda familiar, que los mayores eran capaces de hacer música. Cuando llegó incluso a definir «La edad adulta / como una capacidad para poder crear y tocar música, / como si fuera una nota nueva, responsable de la felicidad…»
Y el espanto luego ante la visión de aquellos mismos seres empuñando las armas. Su capacidad de ser músicos y cazadores de hombres a la vez. Su capacidad de celebrar familia y amistad, tiernos y sentimentales, y de partir altivos hacia la guerra acabadas la fiesta, el corro y el abrazo.
El terrible y estremecedor balance al final del poema, cuando el poeta recuerda la alegría, los himnos y el orgullo invencible de aquella gente adulta y se encuentra de pronto que «Mientras tanto, casi todos los que se casaron ya han muerto. / Mientras tanto, los padres de personas de mi edad ya han muerto. / Mientras tanto, la mayoría de los héroes ya han muerto. / Mientras tanto sigue resonando el canto de las personas que aún recogen la cosecha…»
Mientras tanto estas líneas, mientras tanto esta tarde, mientras tanto la vida cotidiana, mientras tanto Ucrania...
* Fernando Beltrán es poeta.
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