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Estados de desánimo

La economía es un estado de ánimo, afirmó Zapatero desde la planicie de su retórica. ¿Y? La guerra también es un estado de ánimo, aunque distinto según se esté bajo el hongo de Hiroshima o en el París liberado. El enamoramiento es un estado de ánimo, pero Ana Karenina no comparte la Razón de amor de Salinas, siendo los dos grandes amantes. La enfermedad es un estado de ánimo: el de la superviviente de un cáncer de mama y el del hipocondriaco de Moli_re.

La economía no es un estado de ánimo, sino varios miles. Simplificando la cuestión en doscientas palabras -que son las que me quedan-, dos: el de los ganadores y el de los perdedores. La gran banca, las grandes constructoras, las empresas con ahorrillos en las Islas Caimán y ese etcétera que pido a los lectores pongan de acompañamiento, están decepcionados porque sus beneficios han menguado y desconfían del futuro, pero no se sienten amenazados: una década de enriquecimiento constante da para procurarse un estado de ánimo sereno. Por el contrario, los parados, los precarios, los mileuristas, los hipotecados, y esa amplia clase media que en los últimos diez años trabajó y acumuló deudas -gente de orden, sin duda-, sienten miedo. Miedo a perder su trabajo o estatus; y de ahí, no poder pagar el alquiler o la hipoteca; y de ahí, el desahucio o el embargo; y de ahí... ¡Ah! Eso es otro estado de ánimo, señor presidente, el de la desesperación. Y entre medias hay muchos matices, porque el desánimo tiene grados. Pero ninguno se apacigua con la barata psicoterapia de inducir estados de ánimo mediante la palabra «confianza». Influya usted en las circunstancias, y deje que los ciudadanos nos arreglemos solos con el yo.

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