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Ignacio Camacho

El error de Somontes

La ausencia del Rey Juan Carlos convirtió una manifestación de orgullo fundacional en una expresión de remordimiento

Ignacio Camacho

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El protocolo es la semiótica de la política, una teoría de los signos. Por tanto, la ausencia del Rey Juan Carlos en el homenaje de las Cortes a la Transición no fue un error protocolario sino de codificación del mensaje. El discurso de Felipe VI, que exaltaba la refundación democrática para enfatizar la vigencia de sus leyes ante los actuales retos políticos de España, quedó opacado por la clamorosa ocultación del artífice de aquel proceso. El significante oral silenciado por el potente significante visual. Y como consecuencia, en vez de constituir una manifestación de orgullo, el acto se convirtió en una expresión de remordimiento. De un complejo de culpa que legitimaba el revisionismo de la izquierda anti-régimen mediante una especie de deportación simbólica del Rey emérito.

La coexistencia de dos monarcas en el paisaje institucional es un problema enojoso que hasta ahora se venía tramitando con bastante acierto. La operación de relevo en la Corona ha quedado resuelta con eficacia, sin sombras de tutelaje juancarlista sobre el reinado de Felipe VI. Pero el único momento en que no resultaba posible soslayar la presencia del anterior Rey era en una sesión solemne dedicada a reivindicar su legado como la base jurídica y política de este tiempo. Su vergonzante alejamiento físico de esa escena, que se le condenó a presenciar por la tele en Somontes, rodeado de corzos y ciervos, lo dibujaba como el irresponsable cazador de elefantes de la última época y borraba su gigantesca huella histórica, su liderazgo fundacional y la decisiva dimensión política de su proyecto.

No fue el único error de ese día planificado con criterio aciago, improvisado como si para el Estado constitucional constituyese un engorro festejar su glorioso legado. Hubo otro, que fue la excesiva demostración de disgusto –en realidad un cabreo monumental– por parte del propio Don Juan Carlos. Su queja irritada y lastimera por la preterición sufrida partía de un lógico sentimiento humano pero acrecentó la polémica y anuló el alcance intencional del acto. La sobreactuación de su comprensible incomodidad transformó en un ruidoso debate sobre la ingratitud –incluso familiar–, el desdén y la desmemoria lo que debería haber sido una honorable reivindicación de los valores del sistema democrático.

Al final, un acto pensado para renovar el compromiso de las instituciones con el espíritu de la Transición, con el consenso y la concordia, acabó solapado por una torpeza que desvirtuaba su significado. El expuesto arrimón del Rey Felipe a los problemas de la España actual quedó en un lamentable segundo plano, velado por la sensación de que la Corona y el propio régimen se avergüenzan de su pasado. Alguien se olvidó de que en la sociedad de la comunicación el protocolo es un lenguaje primordial que exige una sintaxis precisa y un cuidado especial de sus fundamentos semánticos.

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