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Gabriel Albiac

Epitafio en Magritte

Gabriel Albiac

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Hice un paréntesis el viernes, en mi deambular triste por Bruselas. Me encerré, en la caja hermética del Museo Magritte, a la busca de una cura de inteligencia. El museo es una de las maravillas mayores de la capital belga. Por completo fuera del mundo, por completo blindado en la gélida distancia conceptual que es profesión de fe magrittiana. No sólo en la pintura. En toda obra de arte.

El cuadro, pensaba Magritte, no es una reproducción del mundo. Sí una cosa añadida al mundo. Y ese tenue matiz trueca al pintor en un despiadado poeta, en un descifrador de palabras; esto es, en un maquinador de sortilegios. «Con frecuencia, el nombre de un objeto desplaza a su imagen», anota en 1929, como clave del exceso de lucidez que es la pintura. No, no es la imagen la que miente. Mentimos nosotros, al darle nombre. Y al forzarla a ajustarse a lo que el nombre impone. A eso llamará el pintor «la traición de la imagen». Es decir, la nuestra.

Despotismo es la potestad de imponer imágenes reguladas que privan del mundo. No es tan raro: lo vemos cada día en los televisores

La estructura en cámara oscura, acotada por la luz más tenue, es un hallazgo primoroso del museo: Magritte nos aparece, en su trayecto, con toda la gravedad de lo irreal que resquebraja las tan simples convicciones con que buscamos sosegar el desconcierto de saber que no sabemos nada de este mundo, de eso a lo que llamamos mundo. Y aún menos, de nosotros. Cada una a su manera, imágenes y palabras mienten. Porque mentimos nosotros al maquinarlas. Y no hay más verdad humana que hacer explícita siempre esa mentira, que inventa el mundo a la imagen del deseo. Conforme a la más vieja fábula griega. Uno se enfrenta a otro. Y dice sólo: miento. Lo cual, de ser verdad, se trueca en falso. Y a la inversa. Los griegos llamaban a eso una aporía. Magritte lo llama un cuadro.

Magritte ha asesinado el sentimentalismo en arte. Ni una sola concesión hallaremos en su obra que atenúe eso. Yo pienso que de ahí le viene a su obra esta hiriente cercanía con la cual se enfrenta a ella el ojo de un hombre de nuestro desnortado siglo veintiuno. De este tiempo marcado por la distorsión bien planificada de imágenes que nos hacen a todos perfectamente imbéciles. Basta la más sencilla intervención del artista. Basta un pequeño óleo de apariencia simple. Y un título: La traición de las imágenes. Y la representación inequívoca de una pipa. Y la leyenda escueta, bajo ella: «Esto no es una pipa». ¿Broma surrealista? En modo alguno: aquel que confunda lo real con los juegos de imágenes que para protegerse de lo real tejen los hombres, ese sí estará -nadie lo dude- perdido, definitivamente perdido. Y todos los despotismos le serán impuestos: despotismo es la potestad de imponer imágenes reguladas que privan del mundo. No es tan raro: lo vemos cada día en los televisores. No sólo en ellos.

Cerré el paréntesis de la cámara oscura. Salí a Bruselas. Sabiendo que ante el dolor todos mentimos. Sin saberlo. Todos nos envolvemos en palabras de consuelo reconocible: amor, paz, compasión, fraternidad humana… Sin ni siquiera sospechar que eso nos pierde.

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