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Diles que no maten

NADIE que viera por la calle a Huber Matos diría que ese hombre tiene una terrible historia que contar. Un mundo en el que, como decía Albert Camus en 1945, se ha de elegir entre ser víctima o verdugo; y nada más. Nadie que conociera al antiguo profesor de Geografía e Historia diría que es un hombre peligroso: parece un viejo, ha cumplido los 84 años, aunque aparenta menos, mira con educación y timidez en las fotos, y habla lento, sin tristeza. Nadie que se cruzara por la calle con él imaginaría que ese anciano menudo y bien vestido es un proscrito, y menos aún un hombre que ha pasado la cuarta parte de su vida en las cárceles de Cuba.

A Huber Matos le sorprendió la dictadura de Batista cuando daba clases de Geografía e Historia. Tenía 34 años, era rebelde, soñador, y no dudó en unirse a la guerrilla liderada por Fidel -de la que fue uno de sus más entusiastas dirigentes- como tampoco dudó en abandonar la revolución tiempo después, cuando comenzó a caer la noche y descubrió que la colonia penitenciaria que perseguía y esperaba Castro era completamente ajena a su corazón. Fue arrestado por tenencia ilícita de alma, sometido a juicio sumarísimo y enjaulado. Luego tuvo que cambiar la libertad imposible por la cruda realidad del exilio y allí, en esa tierra de nadie que es el exilio, descubrió el latido de liberación que hay en el acto de contar, comenzó a desgranar sus recuerdos en el papel y escribió el libro Cómo llegó la noche, que acaba de presentarse en España: un hombre que hace memoria de la luz, de la espuma, de la tierra, un hombre húmedamente negro que fue él mismo dentro de cada frío, de cada cárcel.

La historia de Matos es, sin embargo, sólo una parte de la historia que quiero contar. Las tiranías que arrastran las prisiones por el mundo, como los tiranos, necesitan de tontos útiles, de tipos distraídos o imbéciles que ocupan un lugar de prestigio en las letras, el arte o el cine, para presentarse como lo que no son. Tipos supuestamente progresistas que en un país remoto y ajeno hallan un adecuado campo para la expresión de sus deseos y frustraciones y que sin necesidad de conocer mucho la realidad firman manifiestos, artículos, comentarios, protestas ... Por desgracia, esos tontos no escasean. Incluso a veces pasan por ser la conciencia clara de su época. Incluso a veces el prestigio les llega por haber gritado un lema o haber hablado con el silencio.

Por los mismos días en que Matos presentaba en Madrid su libro de memorias llegaba a las salas de cine de España la última película de Oliver Stone, Comandante, una película que pretende ser un retrato intimista de Fidel Castro y no deja de ser más que el reflejo de una seducción: la que el dictador comunista ejerce sobre un cineasta ciego. François Truffaut afirmó una vez que las películas antibélicas nunca logran su objetivo porque terminan por convertirse en un entretenimiento y un espectáculo, y eso gusta al público. Lo mismo podría decirse de Comandante. La mirada de Oliver Stone no va más allá del espectáculo, es incapaz de descifrar nada porque el único retrato intimista que puede hacerse de un tirano no está en el hombre, ni en las palabras del hombre, que siempre es un gran funcionario de la escena teatral que cumple su horario y su tarea con mayor o menor rigor histriónico, sino en el sollozo de sus víctimas. El tirano es el régimen. El tirano son las cárceles que buscan a un poeta, que buscan a un pueblo, lo persiguen, lo mastican, se lo tragan. Castro son las cárceles de Cuba: esa pena de metal que no se escucha ni se ve en la película de Oliver Stone.

Tampoco el cineasta estadounidense ha sido el primero en caer hechizado por el encanto de un tirano. La historia de los tontos útiles, o mejor, de los cómplices de las tiranías, es larga. Hitler contó con la bella Leni Riefenstahl, que filmó con lirismo wagneriano el congreso de Nüremberg de 1934. Mussolini tuvo a sus poetas en D´ Annunzio y Ezra Pound. Franco, los halló a ríos en la corte literaria de Primo de Rivera. Stalin en algunas de las más altas figuras intelectuales del siglo XX. Las andanzas de Oliver Stone por Cuba recuerdan, sobre todo, a esa pléyade de artistas e intelectuales de izquierda que en la época del gran terror, cegados por la utopía comunista, ensalzaban sin pudor al sucesor de Lenin. La historia condenaría a los juglares de Hitler, Mussolini y Franco, pero de Paul Éluard , Alberti, Neruda, Picasso... se diría que fueron las víctimas más notorias de la idolatría a Stalin, lo cual no deja de ser una broma de mal gusto teniendo en cuenta los millones y millones de vidas que trituró aquel gran educador de la Humanidad. Los intelectuales comunistas jamás se ensucian las manos. No matan a nadie, no se ocupan de las cárceles, ni de las cámaras de tortura, ni de los campos de concentración, aunque en esos lugares el tirano hace realidad las inevitables consecuencias de sus sueños. Los intelectuales comunistas se limitan a firmar manifiestos, aplaudir el espectáculo y a ver amor donde hay mandíbulas y garras, donde hay ojos y hombres feroces que buscan y acechan.

En 1937 Alberti y su mujer María Teresa León viajaron a Moscú y fueron recibidos en audiencia por Stalin, de quien el poeta, tras conocer su muerte, diría: «José Stalin ha muerto. / Padre y maestro y camarada: / quiero llorar, quiero cantar. / Que el agua clara me ilumine, / que tu alma clara me ilumine / en esta noche que te vas». En 1945 el escritor Alexandr Solzhenitsyn era detenido por delitos de opinión y deportado a un campo de trabajo. Tiempo después Solzhenitsyn escribiría el relato más estremecedor que se ha escrito nunca sobre aquel paraíso en la tierra que construyó Stalin.

La distancia sólo se mide en pasos humanos: lo desconocido se puebla de figuras y de lugares mitológicos. Miro la fotografía que la prensa sacó de Huber Matos el día de la presentación de sus memorias y pienso en el libro de Solzhenitsyn, y pienso en Alberti saludando a Stalin y en Oliver Stone cenando con Fidel Castro y divirtiéndose cada segundo de la velada y en cierta izquierda antiamericana que reniega de Stalin pero sigue emocionándose a lo lejos con la dictadura de Castro, que se conmueve o crispa la mirada cuando recuerda la represión criminal de Pinochet pero sigue resistiéndose a ver la realidad que el tirano de Cuba esconde detrás de la leyenda: las torturas y las cárceles detrás de los versos de Blas de Otero.

Los mejores libros le enseñan a uno a mirar, le enseñan a despoblar su mirada de figuras y lugares mitológicos, le enseñan a no ser un tonto útil. Lee uno Cómo llegó la noche y piensa en todos aquellos que se han ido de la isla queriendo a Cuba. Piensa en Reynaldo Arenas paseando en el exilio, con sus andares de náufrago, sus entrañas rotas de humillaciones y prisiones sin fin. Piensa en Cabrera Infante, que escribió sobre una Habana que ya no existía para que la ciudad no se olvidara a sí misma y por eso no perece. Piensa en los que no se fueron, piensa en los que siguieron creyendo hasta que el decorado se les vino encima. Piensa en el poeta Raúl Rivero, detenido y encarcelado el pasado mes de marzo. Piensa en esos 74 disidentes recientemente condenados a veinte años de prisión y en ese poeta que hasta hace unos meses seguía escribiendo todos los días, atestiguando cosas, relatando la ceniza de un país triturado de silencios -en cualquier momento un registro de la policía, el hallazgo de unas palabras, la desgracia irremediable...-. Piensa en ese poeta que seguía escribiendo por negarse a aceptar la oscuridad, los seudónimos, las máscaras y la lejanía que son el paraíso de los verdugos de todos los tiempos. Que seguía escribiendo porque mientras pudiera seguir escribiendo estaría vivo todavía. Piensa en los versos de Heberto Padilla, otro poeta masticado por la maquinaria infernal del célebre Comandante: «Di la verdad. / Di, al menos, tu verdad. / Y después / deja que cualquier cosa ocurra: / que te rompan la página querida, / que te tumben a pedradas la puerta, / que la gente / se amontone delante de tu cuerpo / como si fueras / un prodigio o un muerto».

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