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Carlos Herrera

Que dicen que ya veremos

Carlos Herrera

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DESDE las elecciones catalanas, toda la Cataluña política era una olla a presión. La otra, la de la calle, la que compra el pan, la que cose los bajos de los pantalones, la que se atasca en los semáforos, la que fríe la butifarra, no ... tanto. La otra tenía cosas más importantes que hacer, como casi siempre pasa en los procesos políticos que parecen ser finiseculares. Los catalanes votan —o dejan de hacerlo— y van a otra cosa, a lo suyo, a desayunar, comer y cenar y a ver si las cosas no se tuercen demasiado para que al día siguiente pueda haber en la cocina una olla con garbanzos saltando. La Cataluña política, mediáticamente omnipresente, se dedica entretanto a la consecución de los postulados presuntamente mayoritarios: pareciera como si una descomunal masa oceánica hubiera votado por la independencia de España, por la nueva autarquía de los ciudadanos del Principado, cuando las cifras reales no dicen eso. Diera la impresión de que, desde el día 28 por la mañana, los catalanes solo tuvieran en su cabeza el diseño de su terruño aislado, separado del mundo inmediato, cuando no ocurre eso al calor de los números. Pero tanto da; los combatientes insisten en la fotografía de un pueblo levantado en ansias dirigido en masa a la puerta de salida. En virtud de ello, esa Cataluña oficial del nacionalismo independentista ha dedicado todas sus energías a buscar la mayoría necesaria para establecer el gobierno soñado: un gabinete presidido por el mayor bluf de la política ibérica con el solo mandato de organizar un masivo acto de desobediencia social y desacato de las leyes en virtud de un supuesto mandato plebiscitario que, evidentemente, no se ha dado.

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