El zen me ha devuelto a Cristo

Lo primero que me ha dado el zen es el silencio, que inicialmente es un anhelo del alma y luego, enseguida, una cruda realidad que te confronta con tus resistencias corporales y tus distracciones mentales o, lo que es lo mismo, con tu fragilidad. Entiendo por silencio una forma de conocimiento singular y radical, una sabiduría que no se queda en conocimientos teóricos, sino que va a la naturaleza original del ser humano.

En segundo lugar, el zen me ha dado la idea del maestro, es decir, la figura de alguien que ha alcanzado aquello a lo que aspiras -la iluminación, la plenitud- y que te lo puede enseñar. Tú puedes ser discípulo, esa es una gran noticia. Hay una disciplina que te está esperando y alguien que te puede iniciar y acompañar en esa travesía. Buena parte del declive del cristianismo en Occidente se debe a la pérdida de la autoridad. La dialéctica maestro-discípulo, por contrapartida, es lo que sostiene el silenciamiento del zen.

Tres: un ritual, que es, claramente, una estética de la espiritualidad, pero también muchísimo más: la importancia del espacio sagrado, del incienso, las velas, las reverencias y postraciones… Todo eso son las formas para ir al fondo de la cuestión, pero formas que hay que cuidar, es decir, amar.

Cuatro: el zen me ha dado la idea y la experiencia de que existe un recorrido, un itinerario para llegar al centro de ti mismo. Se pasa de un koan a otro; el maestro verifica tu evolución. Por donde pasas tú ya han pasado otros. Con el tiempo y la entrega podemos iluminarnos, es decir, alcanzar la plenitud y ser así fuente de plenitud para otros.

Cinco, en clara paradoja con lo anterior: el zen me ha dado un no-camino, es decir, que no hay que ir a ninguna parte, pues ya estás donde supuestamente deberías ir. Esto significa dinamitar las expectativas, las pretensiones de futuro y la huida del ahora. Este no tener nada que conseguir y, al tiempo, aspirar a ello, me ha enseñado el carácter paradójico de toda búsqueda espiritual y hasta de la persona y del mundo en general.

Seis: el zen me ha ayudado a reencontrarme con la contemplación cristiana; me ha devuelto a mi tradición con un vigor y una pasión que yo desconocía. Gracias al zen he comprendido que existe una vía de conocimiento silencioso en el cristianismo, la de los padres y las madres del desierto, prolongada después por el hesicasmo, y que ése es mi lugar natural. Esta ha sido la mejor herencia de mis siete años como discípulo zen: que me ha devuelto a mi patria religiosa.

En séptimo y último lugar, el zen me ha hecho descubrir a Buda y al budismo, invitándome indirectamente, es decir, sutil y elegantemente, a releer mi propia religión desde sus claves. Esto me ha hecho entender el diálogo interreligioso como lugar teológico, es decir, como espacio desde el que pensar nuevamente a Dios, y hasta como lugar teofánico, es decir, como un ámbito para hacer una nueva experiencia de Dios. Sí, el Dios en quien ahora creo es más misterioso que el de antes, más abierto, más desconocido y, por ello, más Dios.

Por todo ello, caminar juntos, con creyentes de otras religiones, es hoy para mí un imperativo ético. Suscribo totalmente lo que en su día dijo el teólogo holandés Schillebeecckx: «Hay más verdad en todas las religiones que en una sola». El cristianismo puede y debe compartir con otras tradiciones de sabiduría su experiencia de Dios y de la vida, así como aprender de ellas. Esta apertura estructural no es hoy un lujo, sino una auténtica necesidad.

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Pablo d’Ors es sacerdote, escritor y Fundador de la red de meditadores «Amigos del Desierto»