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LA TERCERA

Como hojas al viento

«El centro de gravedad del patriotismo es el amor a la patria, la nación enaltecida por un sentimiento de sus habitantes de pertenencia, de respeto por su historia, de aprecio por sus triunfos y dolor por sus derrotas, y de esperanza común por su porvenir»

NIETO

Juan Antonio Sagardoy Bengoechea

Una persona sin principios ni valores es como una hoja que el viento zarandea y mueve hacia todos los lados. Es decir, es una persona sin rumbo, y como dice un refrán marinero, no hay viento favorable si no sabes a dónde vas.

Un valor importante en nuestras vidas es el patriotismo. Nunca olvidaré, en un viaje a Italia, que al pasear por las calles de Lucca vi una calle que decía en su cartel identificador: «Luigi Fiorino» y debajo «Patriota». Me impactó que esa persona fuera definida por encima de todos los atributos que pudiera tener como patriota, es decir, una persona que amó, defendió, vibró y se enorgulleció de ser italiano.

Dice Spengler (La Decadencia de Occidente) que la Nación se agosta, como las culturas, si no hay un espíritu que la mantenga, y ese espíritu es el patriotismo. En una larga conversación con un amigo, Eduardo Zamarripa, llegamos a unas reflexiones así sintetizadas: el centro de gravedad del patriotismo es el amor a la patria, la nación enaltecida por un sentimiento de sus habitantes de pertenencia, de respeto por su historia, de aprecio por sus triunfos y dolor por sus derrotas, y de esperanza común por su porvenir. Es hacer personal lo que afecta en general a su patria. Patriotismo es un intangible… pero influye decisivamente en el futuro de una nación. Un país sin patriotas y sólo habitantes es como un velero sin velas. Patriotismo es anteponer lo que uno cree que son los intereses generales de su nación a los intereses del partido al que pertenece, y por supuesto, a los intereses personales de cada uno. Y, finalmente, ser patriota es vibrar con España, sufrir y gozar con ella. Estar orgulloso de ser español. El otro día, el pianista James Rhodes decía, hablando de España: «Mi objetivo es que os deis cuenta que es mejor de lo que pensáis. Ante cosas que a mí me parecen mágicas, vosotros os encogéis de hombros. Aquí todo es mejor y nunca había pensado que un país en su conjunto podía tener tan baja autoestima, pero en España sí que ocurre». Estas impresiones son muy ciertas, y tenemos que hacer algo cada uno de nosotros para valorar las magníficas cosas que tenemos y que no valoramos e incluso despreciamos.

Uno de los legados más perversos del franquismo ha sido la percepción de que la Patria, el Himno Nacional y la Bandera son franquistas e incluso su adhesión a tales símbolos algo propio de «fachas». Resulta muy perturbador tal conciencia muy extendida, ya que una nación que se precie tiene en tales signos identificadores un motivo de orgullo y de adhesión ya se milite en la derecha como en la izquierda. Todos hemos sentido admiración cuando vemos a nacionales de otros países cantar con emoción y entusiasmo el himno de su patria.

En el patriotismo hay que sobrepasar nuestra «patria chica», nuestra tierra de nacimiento y enlazar con la Patria global forjada a lo largo de los siglos con triunfos y fracasos, con glorias y desventuras, pero al final con la Patria entera, que curiosamente es la que nos une en los grandes eventos deportivos. Ver la reacción de Francia, con su presidente a la cabeza, en la final del campeonato mundial de fútbol produce una gran envidia. Lo mismo que oír a los jugadores cantar el himno nacional. Eso es orgullo y pasión, de las sanas. No ser patriota es ser apátrida. Una desgracia.

Los nacionalismos radicales que en estos tiempos nos acechan tienen un lado positivo, un ejemplo de lo que es luchar, valorar y defender lo que los nacionalistas consideran su Patria. Lo negativo es el carácter excluyente de su «nacionalismo». Excluyente, además, con dosis de animadversión y odio a la Patria, es decir a España, en la que llevan siglos de convivencia. El odio es inexplicable. Es una desgracia que no se pueda o sepa compaginar lo que podíamos denominar «nacionalismos concéntricos». En mi caso me siento profundamente navarro, profundamente español y profundamente europeo. ¿Por qué un nacionalista radical tiene que ver a España como a un enemigo? Esos caminos falsamente identitarios no son constructivos, sino destructivos. Y es que de modo objetivo es mucho más lo que nos une que lo que nos separa.

Otro valor básico en nuestras vidas es la honradez. Quizás la mejor definición de la honradez, de una persona honrada, es que se trata de alguien que obra con rectitud, no roba, no engaña, cumple sus compromisos, y tiene un código ético de actuación. Quizá se resalta mejor el valor de la honradez si contemplamos lo contrario: el deshonesto, el sinvergüenza, el corrupto. Esa condición es tan deplorable que a todos nos repugna. Y si el corrupto, sinvergüenza o deshonesto es un cargo público, la decepción y la censura alcanzan límites muy altos de repudio, asqueo y escándalo. Y lo curioso es que los escándalos, siempre minoritarios, tienen mucho más eco que los comportamientos honrados. Como dice un refrán «hace más ruido un árbol al caer que un bosque al crecer».

Nuestra historia desde la Transición de 1978 es globalmente positiva, pero tiene unos borrones muy bochornosos y muy censurables: la corrupción de los políticos. Es algo que supone un torpedo en la línea de flotación de un régimen democrático. Pero lo importante en nuestra vida diaria es ser honrado por convicción, no por imposición, y España está llena de personas honradas. El premio es mirarse a la cara cada día, sin vergüenza alguna, sino con aprecio y satisfacción.

Y finalmente están las creencias. Creer en nuestra trascendencia, en que hay algo más que el mundo terrenal en el que vivimos. Pensar en que existe un principio de todo con fuerte presencia en nuestras vidas. Para mí, creer en Dios y en su providencia. Ser creyentes nos hace más seguros y más felices, aunque no es un estado gratuito, sino que hay que cultivarlo. Pero también creer en unos principios rectores de nuestra vida sin los cuales iremos sin rumbo, desorientados, como hojas al viento. Y esos principios son la lealtad, la generosidad, la veracidad, la amistad y la fidelidad a la palabra dada. Luchar por esas cualidades es pelear por nuestra solidez vital y nuestra integridad. Y sobre todo por nuestra dignidad. Cada una de estas cualidades nos daría para una larga reflexión, pero no hay ahora espacio para ello. Sólo decir que si lo ponemos en práctica tendremos algo más valioso que los bienes materiales y los ascensos sociales. Tendremos la honda satisfacción de nuestra fundada autoestima. Y además, con la guía de esos principios es muy difícil que el viento de la vida nos zarandee sin parar, pues más que hoja seremos roca.

Juan Antonio Sagardoy Bengoechea es académico de número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y miembro del colegio libre de eméritos

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