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La comedia de las vacas

Mariano Rajoy, el vicepresidente astuto, no quiso cuando podía y ahora, en una de esas venganzas que se toma la suerte, no puede cuando quiere. Cabe también la posibilidad de que la insensatez de Celia Villalobos resulte contagiosa y que anden todos los miembros del Gobierno incubando los gérmenes del mal. Lo cierto es que el asunto de las «vacas locas», despojado de su trascendencia económica y sanitaria —por ese orden— es una fastuosa comedia de enredo que tiene distraído al personal. La última escena, la protagonizada por Quintiliano Pérez Bonilla, supera el brillo de las mejores páginas del teatro de humor. Ni Enrique Jardiel Poncela, de quien este año se celebra el centenario de su nacimiento, alcanzó situaciones tan hilarantes en sus búsquedas del absurdo.

El tal Quintiliano —Pérez Bonilla— ha seguido los pasos de quien toma el nombre y ha rizado el rizo de la retórica gestual. Más cerca de Cicerón que de Séneca, naturalmente. Llegó al poder agrícola con el PSOE, prosperó con el PP y, en compatibilidad legal con lo estéticamente incompatible —mientras cursa el expediente que estudia su sorprendente y poliédrico caso— es nombrado por Rajoy secretario del Comité Especial sobre la Encefalopatía Espongiforme Bovina. Hasta ahí hubieran llegado Jardiel, Miguel Mihura y sus discípulos en al arte del absurdo Eugène Ionesco y Samuel Beckett; pero, en ambición del progreso expresivo y del circense más difícil todavía, va el prudente Rajoy y cesa a Quintiliano —Pérez Bonilla— a las pocas horas de haberle nombrado y sin que entre lo uno y lo otro medien nuevas circunstancias conocidas.

Yo no digo, como dicen en el PSOE, que en el Gobierno no tengan las ideas claras en este asunto de las vacas. Estando Rajoy de por medio las ideas las tendrán clarísimas. Lo oscuro reside en la conducta. Salvo que se hable de una creación artística y no del procedimiento de gestión de una crisis. En el segundo tercio del XVI había en Padua un actor famoso en grado sumo conocido por Ruzzante. El hombre estaba harto de interpretar las comedias de Plauto, tan triste en sus finales, y escribió para si mismo una en cinco actos a la que tituló «La vaccaria», la comedia de las vacas. El público se moría de risa y el actor y autor —Angelo Beolco de nombre verdadero— llenó de optimismo los teatros paduanos. Sospecho que por ahí viene la acción de Rajoy.

El disimulo, ejercido con garbo, puede ser considerado como una virtud social, pero es una forma de suicidio político por mucho arte que se le ponga a la representación. Ese afán de sosiego y componenda que tanto define al Gobierno de Aznar, la fuerza que convierte en bueno para ocupar la dirección general de Ganadería en un Gobierno del PP a quien era subdirector general de lo mismo en otro del PSOE, es muy políticamente correcto y sirve, como se demuestra en la casuística cotidiana, para aplazar los problemas. No para solucionarlos y, menos aún para evitarlos. El comité que preside Rajoy no podrá solucionar un problema que, procedente de la Gran Bretaña, aflige a toda Europa. Tampoco es eso lo que se espera de él. Con un poco de seriedad estaríamos más tranquilos. En el tratamiento esperpéntico de la situación, con el dúo cómico Villalobos & Cañete, estábamos bien servidos.

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