Coherente hasta el último aliento
Su huella no se aprecia a simple vista, sobre todo en barriadas de aluvión donde los contratistas corruptos y los aparejadores sin escrúpulos, de Nápoles a Liverpool, de Vigo a Kiev, han levantado edificios en los que la humedad y la desgracia van haciendo aflorar ... la pobreza del cemento y otros materiales. Pero de los seres que habitan en esos barrios marginales, y de su eco en los que presumen de su manicura y de su ropa interior y no quieren (no queremos) saber que la desgracia de la mayoría de los vecinos del mundo depende de nuestra opulencia, de nuestros círculos de aislamiento, de nuestra lejanía de la realidad, de nuestro proverbial autoengaño, hablan los grandes dramaturgos del siglo XX, que tras las atrocidades de las dos Grandes Guerras y de la perplejidad existencial de la posguerra llevaron a la escena a un hombre sin atributos, huérfano de grandes ideas y de grandes sueños, víctima de sus ilusiones pequeño burguesas y de una infelicidad hija tanto de su propia renuncia como de las condiciones de la vida que han ido fraguando en Occidente y todas sus inmensas afueras.
Desde Beckett a Pinter se rastrea un desdén hacia un tipo de drama (de teatro) como reflejo de la vida con el que poder volver a casa y, en los casos más bienintencionados, tal vez cambiar la intención de tu voto. Ellos querían un arte que acabara con el teatro como convención más o menos crítica, pero finalmente inocua, un teatro que dejaba una huella manejable y no reventaba la sintaxis en la que reside y se adormece nuestra conciencia.
Pinter se encargó de dinamitar la cama del lenguaje, de esa lengua muerta con la que supuestamente le damos nombre a lo conocido y domesticamos la zona de sombra. Lo que queda no es un artefacto para actos culturales, sino un explosivo verbal capaz de alterar la percepción, una carga de profundidad cuyas ondas siguen golpeando las paredes de nuestra confortable distribución del poder, las ideas y las tareas, un teatro que diluye en ácido las máscaras y las convenciones con las que hemos ido construyendo nuestro repertorio de renuncias.
De forma paradójica, el teatro, la disciplina en crisis por antonomasia, se ha ido convirtiendo en el arte revolucionario por excelencia: por su inalienable condición, por su intrínseca pobreza, porque no puede ser registrado, grabado y comercializado, porque ocurre en el único territorio que todavía no ha sido subastado, que todavía no ha sido rendido, donde la historia -como Pinter el indomable se encargaba de recordarnos siempre que tenía la oportunidad- no ha sido escrita: el tiempo. Por eso, como acto final contra las convenciones y su pátina de consuelo, fue a morirse el día de Navidad. Por fastidiar hasta el último momento. Aunque quienes le ignoran dirán que el que se muere es él, lo cierto es que su teatro seguirá siendo un revulsivo cada vez que unos actores y una pasión vuelvan a darle aliento a sus palabras ante un puñado de espectadores que no se resignen, que sigan creyendo que si se rescatan y se retuerce el cuello a las palabras deshuesadas se rescata otra forma de leer el mundo, otra forma de ser, otra forma de decir que el futuro no está escrito. Cada vez que se elija su teatro volverá él a vivir entre nosotros, de forma simbólica, de forma imperecedera, y a demostrar que la lucha, es decir, el teatro, sí da resultados.
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