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La carne de los predadores

En 1933 huye un niño judío de Alemania. Tiene once años y es nieto de la más grande inteligencia viva. Pero a Sigmund Freud le queda poco tiempo. La desesperación y el cáncer acabarán con él en su exilio londinense. Allí fulmina, cortés, al joven Koestler, que trata de consolarlo al invocar lo incomprensible de eso que sucede en Alemania. No, no hay nada de incomprensible, dice. Hace más de veinte años que yo supe que necesariamente pasaría. Koestler calla.

El nieto del hombre sabio no puede no saber que abre su vida en Londres con la muerte a cuestas. No en el alma. El nieto del hombre que diseccionó el alma como nudo silencioso de oscuros deseos, ese niño de once años con la tragedia centroeuropea a cuestas y con toda su inteligencia, sabe ya que la muerte se lleva siempre en el cuerpo. En la mandíbula del impecable abuelo, por ejemplo. Todo es cuerpo. Tanto más espiritual cuanto más abyecto. Y tanto más sagrado cuanto más en el límite de lo insoportable. Los grandes de la pintura barroca habían sabido eso: y sus Cristos, y sus santos, y sus mártires, pero también sus bueyes desollados, son desgarradas elegías al lugar pútrido en el que Dios y horror son lo mismo: carne y sangre.

El nieto se llama Lucian. Lucian Freud. Cruzará, en el Londres de los años sesenta, a otros que como él erigen al pintor en sacerdote de tinieblas. El más aterrador -pues el más grande- el Francis Bacon que, más que amigo, fue espejo. Y en las crucifixiones de uno, y en los amasijos de carne descompuesta -llamamos vida al peculiar modo que tiene el cuerpo de descomponerse- del otro, la pintura europea despliega su última verdad después de Auschwitz, después de la constancia -que el abuelo diseccionó veinte años antes- de que la carne que amamos es la carne que ansían todos los predadores. E idéntico nuestro deseo: desgarrarla.

Filósofo

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