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La paz campesina

La burrada del rotulador no embadurnará el milagro de la catedral de Santiago

EFE
Luis Ventoso

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DE niños, mi padre llegaba del mar y a veces le daba el arrebato de subirnos a todos a su Tiburón, un Citroën negro y largo, y llevarnos de Coruña a Santiago para ver la catedral. Siempre sentía algo singular al entrar al templo, pero no acerté a concretarlo hasta que de adolescente leí «Jardín Umbrío», los cuentos gallegos que escribió en su mocedad Valle-Inclán, para mí el mejor escritor español (y espero que el siempre humano y comprensivo Cervantes no me llame borrico). Allí don Ramón habla de «la paz campesina» que lo embargaba de chaval en sus capillas lóbregas y húmedas. No cabe mejor definición. «Santiago de Galicia ha sido uno de los santuarios del mundo, y las almas todavía guardan allí los ojos abiertos para el milagro», escribe también Valle. Hoy se precisa ojo de águila para ver el milagro, pues la bendición/maldición del turismo ha convertido la catedral en una feria de romeros ciclistas, turistas asiáticos, caminantes ufanos con su Compostela, o gentes que quieren ver esa policromía pop que le han arreado al Pórtico de la Gloria.

La catedral ha vuelto a las noticias porque un animal armado con un rotulador ha pintado unos bigotes a una pieza románica de la fachada de Platerías. Ciertamente es notable que se hayan necesitado nueve siglos para engendrar a un majadero así. Pero la catedral está curada de espantos. Almanzor robó las campanas en 997. En 2011, el electricista del templo, más modesto que el caudillo moro, se conformó con guindar el «Códice Calixtino». Por el medio, millones de peregrinos hemos desgastado la frente del Santo dos Croques rozando nuestra cabeza, humana y falible, contra la suya, pétrea y sabia. A lgunos vándalos han robado apliques de las puertas . Un lunático se subió en pelotas a abrazar al Apóstol... Pero de todas las historias de la catedral mi preferida es la de la familia que llegó a vivir en sus tejados durante 20 años, que contó con su maravillosa ironía el periodista ya ido Nacho Mirás. Es como el Quasimodo de Víctor Hugo, pero en versión surrealista gallega. En 1942, Ricardo Fandiño, de 28 años, un sastre nacido en Sobrado de los Monjes, entra a trabajar como campanero de la catedral con sueldo de 180 pesetas mensuales. El empleo incluye casa, pero en el tejado. Poco a poco aquello deriva en una fábula de Cunqueiro. Fandiño engendra prole de tres hijos y se van afianzando en el techo. Acaban teniendo hasta gallinero y, según una leyenda que merece ser cierta, llegan a criar y sacrificar un guarro en los tejados catedralicios. Ojalá que algún día lo recree la persona que mejor ha dibujado el templo, el arquitecto humanista Arturo Franco Taboada.

Para ir a la catedral busco días espantosos de invierno , mañanas de diario con lluvia cruel que te barre y encharca. A veces no hay ciclistas, ni peregrinos en mallas, ni fotógrafos chinos. Atisbas entonces a las mujerucas de la piedad antigua -disculpen la imitación de Valle-, ves pasar a clérigos fantasmagóricos, vives la piedra viva, te repliegas en una capilla vacía, cavilando sobre la probabilidad de Dios, o jugando a ponerle una cara al misterio del Maestro Mateo. Allí, en Santiago, donde siempre habrá «unos ojos abiertos para el milagro».

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