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La belleza robada

La doble condena de «El último tango» muestra el diametral cambio de bandera de la noción puritana del escándalo

Ignacio Camacho

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A un director de cine que se atreviese hoy a rodar «El último tango» le esperaría una implacable condena social del feminismo empoderado. La que sufrió Bernardo Bertolucci, sin embargo, fue real, impuesta por un tribunal italiano, pero por un concepto moral contrario que entendió ... como subversivo aquel recorrido brutal y trágico por los turbios abismos de la soledad, el sexo, el dolor y la muerte como expresión definitiva del naufragio. En este medio siglo ha cambiado de forma diametral la noción del escándalo mientras su genio de obra maestra permanece intacto, fijado para siempre en el tiempo a través de la crepuscular paleta de colores de Vittorio Storaro, de la partitura temblorosa y afligida del Gato Barbieri y, sobre todo, de la descomunal inspiración de un Brando iluminado por la pasión atormentada y oscura del mito fáustico. El halo maldito, autodestructivo, de esa película inmortal aún le estalló en la cara a su autor hace pocos años, con un juicio de opinión pública en el que resultó lapidado con las piedras de un extremismo neopuritano que le consideraba culpable de apología del heteropatriarcado. Los tabúes contemporáneos, tan unidireccionales y mentecatos, ya no son capaces de entender el arte como caleidoscopio de la ambigüedad del ser humano, pero nadie podrá borrar el brillo entre sutil y descarnado de aquella exploración claustrofóbica, despiadada, de un salvajismo volcánico, por los pliegues de la amoralidad, de la angustia, de la desesperación y del desgarro.

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