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Apocalipsis virtual

No hay ataque nuclear que tenga la potencia destructiva de un ataque telemático masivo

Gabriel Albiac

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En el año 1992, yo hacía mi primera conexión a internet. No era fácil entonces. Ni barato. Pero sí fascinante. Y engañoso. Eso lo sabemos ahora, desde luego. En aquel entonces, internet se me aparecía como la máquina universal del saber. Ante todo, como la biblioteca universal. Y la fantasmagoría maquinada por E.T.A. Hoffmann en los inicios del siglo XIX —un libro al cual su demoníaco propietario otorga la capacidad de transmutarse en cualquier libro que su usuario desee— me pareció al alcance de la mano: un portátil. Así fue.

Ahora sé –sabemos– que la promesa era mentira. Como lo son todas las promesas utópicas. Lo inventado no era la máquina de leer. Era la de analfabetizar. La que, al exigir inmediatez, abolía esa larga paciencia que es la de la lectura: los usuarios de tweets o de whatsapps son refinados analfabetos. Leer se extinguió. Aun como lujo. Pervive apenas un residuo: mínimas reservas indias para cuyo apagón demográfico quedan menos de veinte años. Las editoriales van quebrando en cadena. Los periódicos viven en la angustia de ver cómo el tiempo se va llevando a sus últimos lectores. En internet no se lee. Se mira: titulares y fotos; mejor aún, vídeos. Google lee por ti. Escritores y lectores somos hoy un residuo. De los tiempos pausados.

Menos aún acerté en política. En la universal conexión vi una promesa: la del fin de la suplantación del ciudadano por un puñado de representantes que, armados de su potestad, configuran el mayor dispositivo de corrupción que haya conocido la edad moderna. La red iba a acabar con las censuras espaciotemporales. Cada uno de los ciudadanos podría realizar todas las funciones que suple un parlamento. No hay hoy ningún obstáculo técnico para eso. Y, sin embargo, nunca en la historia del parlamentarismo la potestad despótica de los profesionales de la representación ha apisonado tan absolutamente la autonomía de unos representados a los que los omnipresentes medios audiovisuales convierten en eco andante de esos televisores que el poder inviste.

He ido blindándome frente a este polimorfo acoso. Sé, por supuesto, que la manipulación por hackers, desde cualquier gran potencia —Rusia, por ejemplo—, de resultados electorales es un juego de niños. No me afecta: no voto nunca. Sé —y eso me alarma más— que la próxima guerra será en la red. Y que no hay ataque nuclear que tenga la potencia destructiva de un ataque telemático masivo. Un ataque que pararía todo: información, comunicaciones, electricidad, hospitales, centrales nucleares, ejércitos… Todo. Sin excepción. No está tan lejos. A la espera de ese poético Apocalipsis, de momento Putin pone a prueba sus juguetes sobre nuestras urnas.

Poco hay que hacer. Llegará tarde o temprano. ¿Para qué angustiarse por lo ineluctable? De momento, la estupidez es ya la reina de la ciénaga llamada redes. Y a los cuatro raros que quedamos fuera, sólo nos queda encerrarnos en nuestras minúsculas jaulas de Faraday, parapetados tras muros de libros. Eso o ser idiotas.

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