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El ángel del Tercer Reich

EN febrero de 1932, apenas un mes antes del estreno de La luz azul, su primera película como realizadora, la actriz Leni Riefenstahl acude al Palacio de los Deportes de Berlín, donde el líder nacionalsocialista Adolf Hitler se dispone a pronunciar un discurso. Con veintinueve años, Leni Riefenstahl se halla en la cúspide de su belleza: la danza y el alpinismo han esculpido su cuerpo, mórbido y agreste a la vez; el aire vertical de los Dolomitas ha tostado su piel de dríada, que miles de hombres veneran y miles de mujeres envidian en la oscuridad absorta de las salas de cine; el óvalo de su rostro, todavía no profanado por las arrugas, incorpora unos ojos de límpida voluptuosidad, una nariz vehemente y una boca de labios orgullosos en los que anida la letanía ardiente del deseo. La actriz Leni Riefenstahl acaba de descubrir el carisma que le ha sido predestinado: emblema de una nueva Eva, Leni es, ante todo, zahorí de imágenes inéditas que capta a través del ojo de la cámara cinematográfica. Cuando asiste al discurso de Hitler, acaba de abrasarse las pestañas en el montaje de La luz azul; quizá las noches de laborioso insomnio hayan exacerbado su sensibilidad hasta instalarla en ese estado de exhausta mansedumbre en el que las impresiones se hacen más vívidas y perdurables. La multitud la oprime y zarandea; las aclamaciones la aturden y ensordecen; un apretado bosque de grímpolas y estandartes ondea impulsado por el entusiasmo unánime. Entonces el hombre que iba a rectificar su biografía y a arrojar sobre su existencia centenaria el estigma del oprobio aparece en el escenario.

Dejemos que sea la propia Leni Riefenstahl quien nos describa aquella conmoción: «Fue como si la superficie de la tierra se extendiese delante de mí, en una semiesfera que, de pronto, se escindió por el medio y arrojó un gigantesco chorro de agua, tan enorme que tocó el cielo y sacudió la tierra. Yo estaba como paralizada. Aunque no entendí gran cosa del discurso, actuó sobre mí de un modo fascinante. Un fuego de tambor atronaba los tímpanos de los oyentes, y noté que éstos también habían sucumbido al magnetismo de aquel hombre». Hitler la amedrenta, pero el miedo que se inmiscuye en sus huesos es placentero como un puñal de nieve. Nunca le ha interesado la política y nunca le interesará; pero en ese hombre achaparrado ha creído vislumbrar, entre la chatarra de soflamas con que ha enardecido a sus adeptos, un fondo de acérrima voluntad e inteligencia visionaria que caracteriza a los seres elegidos para volver a inaugurar la Historia. Octavio tuvo un evangelista llamado Virgilio; los panegíricos de Stendhal agigantaron la figura de Napoleón; aunque Leni todavía lo ignora, su destino acaba de anudarse con el destino de un genocida.

Leni tiene que partir a Groenlandia, para iniciar el rodaje de S.O.S. Iceberg, pero antes quiere conocer personalmente a Hitler. Le escribe una carta más imperiosa que coqueta, consciente de que su mero nombre basta para que cualquier resistencia masculina se derrita. Desde niña, ha podido comprobar que su belleza de ángel montaraz ejerce un efecto fulminante sobre los hombres, abrasándolos de lujuria o rindiéndolos de idolatría; con una suerte de eufórico engreimiento, conjetura que el líder nazi no será una excepción. El primer encuentro entre Hitler y Leni se celebra en Wilhemshaven, en la residencia del primero; para entonces, La luz azul ya ha sido estrenada con un éxito que ha repercutido como un aldabonazo sobre la vida cultural alemana. Hitler guarda memoria de cada uno de los fotogramas de esa película sublime, en la que Leni interpreta a Junta, una muchacha de la montaña, cándida y arisca, que descubre en una cima jamás hollada unos cristales de roca que refractan la luz de la luna y la tiñen de un azul purísimo que lava los pecados y transfigura la noche. Ahora que se halla ante la mujer que ha concebido ese cuento de hadas, Hitler se siente anegado de un sentimiento que jamás experimentará en presencia de otra mujer; no es amor exactamente, ni tan sólo admiración, sino más bien ese exultante fervor que nos agita en presencia de las personas que nos completan. Mientras oscurece, Leni y Hitler pasean en dirección al mar monótono de olas: él se atreve a pedirle que dirija sus películas de propaganda, cuando el partido nazi alcance el poder; Leni le responde: «Nunca podré hacer películas por encargo, no tengo talento para ello; he de tener una relación muy personal con el tema, de otro modo no puedo ser creativa». Hitler sabe que su única vocación es Alemania; y sabe también que esa vocación fanática a la que no se puede sustraer le impone la obligación de no enamorarse nunca. Pero, mientras el rumor de las olas refresca o enardece su fiebre, se siente de súbito capaz de compaginar su misión política y su entrega a una mujer incomparable. Hace una pausa prolongada, se detiene, mira largamente a Leni y la atrae hacia sí, ciñendo su cintura con el brazo ejercitado en tantos ademanes aspaventeros. Hitler se inclina sobre el cuello de Leni, que es cálido y de una blancura ilesa, y nota el subterráneo clamor de su sangre deslizándose bajo la piel, como una eucaristía presentida. Cuando ya se dispone a besarla, Leni lo aparta con un mohín de desagrado. Entonces Hitler asiente, compungido, y comprende que su amor por Leni no puede rebajarse a la premiosidad de los apetitos. Nunca dejará de desear su belleza y su talento, pero se consolará rindiéndoles un tributo platónico.

Cuando el sueño quimérico de Hitler se desmorone, Leni Riefenstahl habrá de sufrir las más viscosas calumnias, los más ensañados vituperios: se dirá que fue la puta del Führer; que bailaba desnuda para él; que conseguía que se prosternarse, abyecto y servil, ante sus pies, para adorarlos y cubrirlos de besos, mientras ella se proclamaba entre carcajadas zarina del mundo. Durante casi seis décadas de ostracismo, Leni Riefenstahl peleará en los tribunales contra el acoso de estas y parecidas infamias, hasta conseguir debelarlas; nunca podrá, en cambio, extirparse el estigma que la caracteriza como la más eficaz y complaciente propagandista del régimen nazi, merced, sobre todo, al documental El triunfo de la voluntad (1934), una película hipnótica en la que narra, con un estilo solemne e innovador, las vicisitudes del sexto congreso del Partido Nacionalsocialista en Nuremberg. Aunque Leni Riefenstahl no injurió su genialidad con apostillas sonoras que subrayasen la elocuencia de sus imágenes, el dinamismo del montaje, la movilidad grácil de las cámaras y la premeditación escenográfica, con muchedumbres marciales asistiendo a la apoteosis de Hitler, hacen de El triunfo de la voluntad el más persuasivo, esmerado y arrebatador ejemplo de cine propagandístico. El arte más excelso al servicio de la ideología más vitanda; los más perturbadores hallazgos formales como recipiente de los postulados más perversos. ¿Cómo debemos enfrentarnos hoy al talento de Leni Riefenstahl? ¿Puede la excelencia estética remunerar nuestro espíritu, pese a erigirse sobre la abyección moral? ¿Es el arte una categoría autónoma de la ética?

Estas preguntas irresolubles y pavorosas se ciernen sobre el legado artístico de la provecta Leni Riefenstahl, que hoy cumple cien años. Quizá su longevidad inverosímil haya sido su más atroz penitencia: desde que, allá por 1945, las tropas aliadas certificaran la defunción del Tercer Reich, ha sido la mujer más execrada, difamada y vilipendiada del orbe. La muchacha bendecida por la sagrada llama del arte, la mujer adelantada a su tiempo, el ángel de belleza impronunciable que escondía un tesoro de invicta pureza, la cineasta que añadió varias piezas magistrales al repertorio de obras que enaltecen la memoria del hombre en su paso por la tierra se convertiría en una criatura sufriente, perseguida por los anatemas de compatriotas y extranjeros. A sus cien años, la anciana Leni Riefenstahl rememora su existencia, tan ajetreada de infiernos y paraísos,

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