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Luis Ventoso

Aguanta, Leonard

La curiosa celebración de Dylan coincide con el declinar de Cohen

Luis Ventoso

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Bob, "mentirómano" audaz y compulsivo, proclamó un día: "Si no fuese Bob Dylan, me gustaría ser Leonard Cohen". Ha sido una curiosidad agradable que a Dylan le haya caído el Nobel. Pero queda empañada por el anuncio de que a sus 82 años, Cohen holla el desfiladero que lo reunirá con el Dios de Abraham, que es también el suyo, y probablemente el de Dylan (aunque con el nebuloso Bob nunca se sabe). Leonard ha revelado sus urgencias de salud a su modo, con ese humor zumbón que late en muchos de sus hallazgos: "Estoy preparado para morir. Espero que no sea muy incómodo". Todo llega en vísperas de que publique su nuevo disco, "Lo quieres más oscuro". El morbo lo hará objeto de atentísimo escrutinio.

Leonard Cohen siempre ha sabido valorar un verso perfecto, un traje bien cortado y la superioridad inapelable –y a veces cruel– de las hermosas. Las persiguió con tenacidad casi maníaca, "a mil besos de de profundidad", según apuntó en un poema. A veces fue solo una noche, como su cruce con la frágil Janis Joplin en el Chelsea Hotel, en días en que "corríamos tras el dinero y la carne". El caballero canadiense pecó de indiscreto y lo contó en una gran canción, mezclando chufla y ternura: "Me dijiste que preferías hombres guapos, pero que por mí harías una excepción".

Nieto de un rabino, un sabio talmúdico, sus letras no existirían sin la Biblia y la incierta certeza de Dios, al que buscó en los acertijos del budismo. En los noventa se retiró a un templo de California, a dos mil metros de altura. Su alias como monje era El Silencioso, fino cachondeo para quien tanto honró la palabra. Ha contado que en realidad se recluyó allí solo por beber y charlar con su mentor japonés, un maestro rechoncho llamado Roshi. Se convirtió en su fámulo por la honra de ser su amigo. Pero cuando bajó de las nubes de Buda, ¡ay!, su contable –y ex amante puntual, como siempre– lo había desplumado. No fue poco: 8,4 millones de dólares. Solo le dejó 120.000 para tabaco. Hubo de zurcir el roto. El Silencioso, con 74 años a cuestas, tuvo que embaracarse a susurrar por los escenarios tras tres lustros de ausencia. El barítono de los calambres del alma arrasó. El mundo quería escuchar a alguien con algo que decir. En este caso era un burgués de tendencias depresivas, con un pasado ansiolítico, graduado en alta literatura, poeta laureado y autor de dos serias novelas, que aprendió a tocar la guitarra de mozalbete en Montreal, con un chacho apodado El Hispano, que se envenenó de poesía con Lorca y le dio las gracias poniéndole su nombre a su única hija. Sombrero. Terno cruzado y corbata. La prestancia de los clásicos y el poso de quien siempre se quiso viejo. Pasaba ya los 30 cuando muy educado y compuesto –y secretamente febril–, aterrizó en el circo de la Factory, donde Warhol jugaba con sus guiñoles de aguja.

"Supe de un hombre que dice las palabras tan maravillosamente que con solo pronunciar sus nombres las mujeres se le entregaban". Nosotros, querido Leonard, también sabemos quién es ese hombre. Aguanta. Siempre hará falta un penúltimo salmo que conjure el pánico de vivir.

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