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12 de Octubre

El mundo fue otro, a partir de ese 12 de octubre. Otros iban a ser los hombres

Gabriel Albiac

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En la soledad de su pequeña granja a dos pasos de Florencia, Niccolò Machiavelli concibe el gran proyecto de dar teoría estricta a esas política e historia que Aristóteles habría sólo esbozado. Cifra en ello su gloria y la describe en los únicos términos a suficiente altura para un hombre de 1513: «Aunque, por la naturaleza envidiosa de los hombres, la tarea de buscar nuevos métodos y recursos haya sido siempre tan peligrosa como la de buscar aguas y tierras ignotas, ya que todos están más dispuestos a denostar que a loar las acciones ajenas…, me he decidido a adentrarme por un camino que… no ha sido aún recorrido por nadie».

Veintiún años después del primer desembarco de Colón en una playa «por nadie recorrida», el brillante canciller florentino sabe que no hay gloria como la del navegante que abordó un mundo nuevo. Y que, si hay que poner al día los saberes que hagan a los hombres hábiles para entender sus afanes y apremios, lo es porque el mundo abierto por los descubridores da a la política una dimensión, hasta el 12 de octubre de 1492 desconocida. Una administración de los conflictos universales entre grandes potencias se hace constrictiva. La política debe dejar de tejer alegorías celestes, para fijar los algoritmos a través de los cuales el choque de fuerzas en juego pueda ser calculado y sometido al dominio de sus gestores más hábiles. Eso aspiraba a ser la gran meditación maquiaveliana sobre la obra de Tito Livio. Eso fue lo que, quintaesenciado, ofreció El Príncipe a los gobernantes de aquellas pequeñas y ricas repúblicas del Norte de Italia, condenadas ya al anacronismo.

1492 trastrocó el mundo de los hombres. Como ningún otro acontecimiento lo ha hecho. El manido paralelo de la llegada a la luna en 1969 no da idea a la desmesura de aquello. La luna, a la cual los hombres llegaban, era un cuerpo astronómico de existencia inmemorialmente conocida. Lo del 12 de octubre de 1492 pertenecía al rango de lo inimaginable. Más allá de un punto límite, el mar se precipitaba en el abismo de los monstruos. Y, después de eso, nada. Apostar por la esfericidad terráquea era, entonces, una excentricidad a la que ningún navegante serio aceptaría someter su destino. Amanecer, de pronto, como amanecieron los hombres de la Santa María, ante una tierra en rigor imposible, ponía en quiebra todas cuantas convicciones habían forjado el mundo de los hombres europeos. No fue un acontecimiento español. Fue un estupor universal, tal vez el único en merecer de verdad tal calificativo.

Lo que vino después fue una epopeya. Española primero, luego de otros. Cuesta creer que unos puñados de hombres pudieran abrirse paso en el espacio inmenso de un continente, comparado al cual Europa quedaba en un patio de parvulario. Lo hicieron.

¿Hubo muerte? La hubo. No se ha inventado aún la epopeya sin muerte. El balance fascina, en todo caso. En poquísimos años, el continente americano pasa a convertirse en el corazón económico del planeta. ¿Supuso la desaparición de los indígenas? En parte. Hubo un cruce fatal de enfermedades: las que llevaron de aquí allá los descubridores; las que trajeron de allá aquí con sus conquistas. La gripe diezmó a los aborígenes; la sífilis a los europeos. No se abre un universo nuevo sin pagar un precio.

Nada de eso es valorable, al cabo. La dimensión de lo ocurrido escapa a juicio humano. El mundo fue otro, a partir de ese 12 de octubre. Otros iban a ser los hombres. En el exilio de su campiña toscana, eso medita Maquiavelo.

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