la tercera
Antonio y Manuel
Leer a Antonio y a Manuel Machado a través del tiempo ha sido una fiesta para mí, un oasis de luz en el desierto umbrío del calendario
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Aunque Antonio viniera al mundo un año escaso después que su hermano Manuel –este nació en Sevilla el 29 de agosto de 1874 y Antonio en la misma ciudad el 26 de julio de 1875– he preferido titular este homenaje a los Machado con ... Antonio en primer lugar. Si lo hubiese rotulado 'Manuel y Antonio', inevitablemente vendría a la cabeza del lector ilustrado el notable poeta gallego y galleguista Manuel Antonio, que firmó siempre con sus dos nombres de pila y murió en plena juventud por culpa de la maldita tuberculosis, que todavía no tenía cura en enero de 1930, fecha de su óbito. Comienzo con esta digresión para decirle al mundo que, como español que soy, estimo como propias las lenguas y literaturas periféricas que tanto han contribuido a enriquecer el acervo común de lo hispánico desde Galicia, Cataluña y el País Vasco. Y dedico este párrafo a mi amigo Toni Simón, brigantino de pro, como José Manuel Romay Beccaría, exquisito frecuentador de esta página.
Es sabido que todas las épocas son convulsas, pero la que vivieron los Machado lo fue con especial intensidad. Sobre todo, los últimos años de sus vidas, en los que les tocó encarar una terrible guerra civil cuyas consecuencias en la sociedad española aún seguimos padeciendo ochenta y ocho años después. Cuando Antonio cruzó el espejo en Colliure, recién rebasada la frontera con Francia, tenía grabado en la mente el amor sin fisuras y plenamente correspondido que mantenía con su hermano Manuel, a quien un viaje a Burgos para rendir visita a una cuñada monja había situado en el corazón de la España franquista, pero que siempre, allá en el fondo de su espíritu, no dejó nunca de sentirse un liberal a machamartillo. Y es que la educación que recibieron los seis hermanos –Manuel, Antonio, José, Joaquín, Francisco y la malograda Cipriana– de su padre, el gran folclorista Antonio Machado y Álvarez, que firmaba como Demófilo, esto es, «amigo del pueblo», se forjó en el yunque del liberalismo.
En cuanto a Manuel, pasó al otro lado el mismísimo día en que falleció en Linares otro Manuel de campanillas, más conocido como Manolete. Fue un verano madrileño caluroso, triste y grisáceo. En ese verano el emocionado recuerdo que siempre conservó Manuel de su hermano Antonio se fue a la tumba con él de manera definitiva. Pero los ocho años que lo sobrevivió fueron una especie de prórroga en Manuel de la existencia de Antonio, que no murió del todo hasta que desapareció la mitad de su alma, por acudir a la fórmula que utilizó Horacio al referirse a Virgilio («animae dimidium meae») y que retomó Goethe al fallecer su amicísimo Schiller («die Hälfte meines Daseins»).
Leer a Antonio y a Manuel a través del tiempo ha sido una fiesta para mí, un oasis de luz en el desierto umbrío del calendario. Primero fue Antonio quien me reveló la verdad que llevaba dentro. Luego llegó Manuel a corroborar con su ingenio y su chispa la verdad sin ambages que compartían. Una verdad que trascendía ideologías y los convertía a mis ojos en modelos de fraternidad más allá de los fuertes y fronteras de los que hablaba Juan de la Cruz. En un ejemplo vivo de que el cariño entre hermanos florece en las circunstancias más adversas, y de que aquella infausta guerra incivil no consiguió minar el terreno de amor fraterno que ocuparon sin desmayo a lo largo de sus respectivas existencias. Para expresar mi gratitud por lo mucho que han enriquecido mi aventura vital los 'opera omnia' líricos de los hermanos Machado he escrito estas líneas, dictadas por el temblor de pura vida y de ética ancestral que emana de los versos de ambos.
Y quiero terminar afrontando el reto de elegir mis poemas favoritos de Manuel y de Antonio. En el caso de Manuel, de quien existe una edición paradigmática de sus 'Poesías completas' (Sevilla, Renacimiento, 1993) a cargo del borgiano Antonio Fernández Ferrer, reimpresa por la misma editorial en 2019 con prólogo de José Luis García Martín, elijo el poema 'Castilla', del mítico libro 'Alma', cuya primera edición (sin fecha, pero hacia 1900) me regaló el llorado José Antonio Fernández Berchi cuando oficié de pregonero en la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión madrileña hace un cuarto de siglo, más o menos. Adoro el modernismo poético, y si añadimos un escenario medieval y un contenido épico al poema modernista, mi felicidad es completa. «El ciego sol, la sed y la fatiga./ Por la terrible estepa castellana,/ al destierro, con doce de los suyos/ –polvo, sudor y hierro–, el Cid cabalga». No faltan esos tonos épicos en la poesía de guerra y posguerra de Manuel, tan exhaustivamente estudiada por el filólogo y poeta Miguel d'Ors (Granada, Universidad, 1992).
En el caso de Antonio, permítanme una pequeña digresión. Hay un cuento de mi adorado Lord Dunsany, perteneciente a su libro 'Cuentos de un soñador' (1922), que nos habla de un niño y de un caballito de madera llamado Blagdaross. Le consagré un poema en 'Después del paraíso' (2021) que, a su vez, ofrecí por escrito a la editora del libro, Nicole Brezin. Son solo dos páginas lo que ocupa el relato en cuestión en 'A Dreamer's Tales'. Dos páginas que se convierten en 28 octosílabos en la primera de las 'Parábolas' que forman parte de 'Campos de Castilla' (1912) y donde se nos habla también de un niño y de un caballo de juguete, en este caso de cartón. Los cuatro primeros octosílabos del poema de Antonio Machado suenan así: «Era un niño que soñaba/ un caballo de cartón./ Abrió los ojos el niño/ y el caballito no vio». Y termina en gloria con estos cuatro versos inolvidables: «Y cuando vino la muerte,/ el viejo a su corazón/ preguntaba: '¿Tú eres sueño?'/ ¡Quién sabe si despertó!». Cuatro versos de Antonio que, junto con los cuatro endecasílabos iniciales del poema 'Castilla' de Manuel, llevo tatuados en el alma por siempre jamás, amén.