Ubicada entre el mar y la montaña, Río de Janeiro es al mismo tiempo una metrópolis de seis millones de habitantes -la segunda más grande de Brasil- y un placentero balneario con 16 kilómetros de playas, sobre las cuales se hace de todo, desde practicar los más diferentes deportes hasta tirarse sobre la arena tomando agua de coco, cerveza o caipirinha.
Río de Janeiro es, antes que nada, una ciudad hedonista, que cultiva la alegría de todas las maneras posibles. La música está en todas partes, incluso -o principalmente- en la calle de la ciudad donde están dos de las más conocidas imágenes de tarjeta postal del planeta, el cerro Pan de Azúcar y la estatua del Cristo Redentor.
Por las noches, los cariocas se dividen entre los bares de Copacabana, Ipanema y Leblon, o del barrio bohemio de Lapa, o disfrutan de las presentaciones de «samba» que atraen a turistas a Pedra do Sal, un antiguo almacén del puerto donde los esclavos africanos se reunían después del trabajo para cantar y bailar y que por esto está considerada como la cuna del más famoso ritmo brasileño.
Desalojo de favelas
Desde 2009, cuando fue elegida como sede de los Juegos Olímpicos de 2016, Río de Janeiro atravesó una fiebre de obras, destinadas a reformar el área del puerto, construir nuevos hoteles, modernizar las precarias instalaciones del aeropuerto internacional Tom Jobim y, principalmente, mejorar la movilidad urbana, mediante una nueva línea de metro. Las obras agravaron hasta el límite de lo insoportable el problema de los embotellamientos, que se han convertido en una pesadilla para la población local, y amenazan a miles de habitantes de favelas que están siendo desalojados para abrir espacio a proyectos de preparación de la ciudad para las dos grandes citas deportivas.
Para el Mundial, la gran obra de Río ha sido la reforma del estadio Maracaná, que también fue escenario de la final de la Copa de 1950, cuando los brasileños vivieron su gran tragedia deportiva al caer en la final por 2-1 ante Uruguay en el partido que pasó a la historia con el nombre de «Maracanazo». Pese a que el estadio mantiene el formato oval que lo hizo conocido en todo el mundo, internamente ha cambiado todo, y los nostálgicos de la arena antigua sostienen que el Maracaná «perdió el alma».
En lugar de las 200.000 personas del pasado, su aforo actual es de sólo 78.000 espectadores, que disfrutarán de una clara visión de la cancha desde cualquier sitio y de todas las comodidades modernas para seguir siete partidos del próximo Mundial, entre ellos el que definirá al ganador del título, el 13 de julio