«Brasil, decime qué se siente / al tener en casa a tu papá / Te juro que aunque pasen los años/ nunca nos vamos a olvidar / Que el Diego te gambeteó / que Cani (por Caniggia) te vacunó / estás llorando desde Italia hasta hoy / A Messi lo vas a ver / la Copa nos va a traer / Maradona es más grande que Pelé», cantaba la grada argentina y respondían los jugadores, enfervorizados y llorosos, desde el terreno de juego tras haber superado a Holanda en los penaltis y haber llegado a la final del Mundial. El cántico está basado en la mítica «Bad Moon Rising» de los inmortales Creedence Clearwater Revival y lo coreaban las calles de Buenos Aires y todas las ciudades argentinas donde el triunfo de su selección había convertido las plazas y alrededores en un hervidero de ilusión. 24 años después, Argentina llegaba a una final de un Mundial y lo hacía a pesar de que su gran estrella, Lionel Messi, no ha aparecido o lo ha hecho con cuentagotas.
Efectivamente, como dice el cántico, la afición argentina espera a Messi, aunque con Lionel no se puede decir aquello de «no está ni se le espera», más bien «no está, pero se le espera».
El argentino es una sombra de lo que era. Apenas supera los ocho kilómetros recorridos en cada partido, no presiona, no participa en las jugadas y, cuando lo hace, parece moverse a cámara lenta. Se atranca o le atrancan, pero apenas se hace notar. En los cuartos ante Bélgica solo apareció para dar el pase a Di María (que eso sí, fue gol) y ante Holanda ni eso. Es cierto que en los encuentros anteriores solventó su escasa participación con goles (lleva cuatro), pero de un jugador determinante se esperaba mucho más.
Algo le sucede y no es bueno. Ha paseado un rostro triste y preocupado por este Mundial, alicaído y sin chispa, como si llevara una losa encima, la losa de la presión. Solo en los penaltis ante Holanda se desató y cambió el rictus, como si se hubiera liberado de tanta tensión. Es por eso que los argentinos, esperanzados, confían en que con su concurso podrán superar la capacidad táctica y técnica de los alemanes, que han sido mucho más que Argentina a lo largo de todo el Mundial.
Hay quien señala que el mal de Messi es el miedo. Que en el partido ante Suiza sufrió un pinchazo y que desde entonces ha estado guardándose porque temía romperse antes de llegar a la final pero que, una vez en ella, saldrá a flote el verdadero Messi.
Lo cierto es que la presión para el astro es máxima. Antes de empezar la tanda de penaltis le vieron de nuevo con arcadas y el rostro demacrado al tiempo que las críticas por su rendimiento han sido máximas.
En ausencia de Messi, otro jugador ha tomado las riendas. Como su apodo señala, el «Jefecito» Mascherano se ha erigido en el líder de Argentina: «Mírame, mírame fijamente –le dijo a Chiquito Romero poco antes de empezar la tanda de penaltis–, solo te lo diré una vez. Hoy vos vais a ser el héroe de Argentina. Dale», al tiempo que le abrazaba y besaba. Mascherano tomaba la voz cantante en los corros anteriores a la prórroga y a los penaltis. Sabella habló poco y al que la gente escuchaba concentrada era a Mascherano. Messi asentía con la mirada perdida, aunque a la hora de la verdad, la del penalti, fue infalible.
Frente a Alemania no va a bastar con que Mascherano meta la puntera in extremis y evite el gol de Robben a falta de un minuto para el final. Si no aparece el Messi de siempre, si no se libera de la presión y vuelve a ser el que era, la Pulga perderá su sueño y con él toda Argentina caerá en el profundo pozo del fracaso, una vez más...






