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Un paseo por el barrio de las Letras

Sus calles hablan de un Madrid único, escenario de la mayor concentración de talento en la historia de la literatura universal

Un paseo por el barrio de las Letras abc

ignacio s. calleja

De la misma forma que existe un Londres victoriano de Dickens, pobre y marginal a orillas del Támesis, o un París de Balzac, atmósfera social de su Comedia Humana, existe un Madrid dorado e irrepetible, escenario de la mayor concentración de talento de la historia de la literatura universal en apenas unas manzanas.

Las estrechas calles del barrio de las Letras, otrora conocido como barrio de las Musas, hablan del Madrid en el que Miguel de Cervantes imaginó su bitácora literaria al monte Parnaso; coetáneo con la rencorosa y ofensiva rivalidad entre Francisco de Quevedo y Luis de Góngora, la inspiración de Ruiz de Alarcón, los versos de Lope de Vega o la vida en sueño de un jovencísimo Calderón de la Barca.

Los últimos acontecimientos elevan la consideración sobre Cervantes y recuerdan que sus restos, o lo que queda de ellos, descansan en la iglesia de las Trinitarias desde hace tres siglos. El barrio adivina un segundo esplendor por el impacto mediático del hallazgo pero reconoce que poco o nada ha cambiado la rutina de la zona en los últimos días salvo por un ligero repunte de curiosos.

Envidias y admiración

En realidad, cada rincón conservado es una evidencia de su pasado. A tres pasos del convento de las Trinitarias, en el edificio de enfrente, la librería vieja Miranda es una modesta reliquia del Siglo de Oro. Pequeña y acogedora, en su segundo piso cuenta con un rincón cervantino en el que, bajo el olor a papel, se halla un ejemplar del Quijote de 1859; no es, advierten, el más antiguo. «Será interesante para Madrid; atraerá a un turismo cultural», dice Miguel, su propietario, sobre el descubrimiento.

A tres minutos a pie, en la confluencia de las calles de Quevedo y Cervantes, vivió el primero. Genial escritor, de pluma y personalidad ácida, se mudó al barrio para echar del mismo a Luis de Góngora. «Érase un hombre a una nariz pegada» ilustra satíricamente la envidia mutua a la persona, sus versos y su fama.

Comidilla de los mentideros y azuce de sus continuas rencillas, el odio entre los literatos fue proporcional a su talento. Así se repitió entre Cervantes y Lope de Vega, cuya casa, hoy convertida en museo, se ubicaba a unos metros de la de Quevedo, en el 11 de la antigua calle de Francos.

Narran las crónicas que el Fénix de los Ingenios, máximo exponente del teatro barroco español, era capaz de mantener una conversación en verso. Amante empedernido de carácter pendenciero, se le atribuyen hasta quince hijos. Su entierro, del que se dice que acudió medio Madrid, contrasta con el final de su enemigo, que murió pobre, con la única voluntad de yacer en el templo de las Trinitarias, pues era un fiel devoto de la orden desde su rescate en Argel.

Si sube hasta la calle León, perpendicular con Cervantes, unos pasos a la izquierda desembocarán en la calle Huertas. En Casa Alberto, uno de los restaurantes más antiguos de Madrid, se resucita el alma castiza de la capital y parte de su cultura. Sus famosos huevos con pimentón rinden homenaje a la época.

En el segundo piso del inmueble, elevado sobre el longevo local, vivió El Príncipe de las Letras; allí escribió Viaje al Parnaso y la segunda parte de Don Quijote de la Mancha . «Siempre hemos estado muy unidos a su obra y el interés, que ya existe, aumentará. Es importantísimo para la capital», declara Alfonso Delgado, administrador del establecimiento.

El encuentro gastronómico queda a medio camino de la parroquia de San Sebastián, en la calle Atocha. Al paso de las aceras de Huertas, antítesis de lo que fueron , se topará con sonetos y extractos de las obras de los vanidosos autores. En la misma Atocha está la imprenta que editó la obra maestra de la literatura española.

En la iglesia se dio sepultura a Lope de Vega, aunque tampoco hay ningún tipo de evidencia científica que confirme, más allá de la fe, que sus restos permanecen allí. Cómo hacerlo si en sus más de 400 años de vida ha sobrevivido a bombas, incendios y saqueos. Fundada en 1541, fue testigo, tiempo después, de las nupcias de Larra o Valle-Inclán, entre otros. Al amparo de sus imágenes se veló a Ruiz de Alarcón, el mexicano jorobado que halló en Madrid a su musa para La Verdad Sospechosa, su obra más importante.

Un legado resucitado

Señalan los habituales del barrio que una placa era un homenaje un tanto simple y discreto al autor de la obra magna en castellano. Algo ridículo si lo comparamos con su homólogo William Shakespeare. El hallazgo, apuntan, no sólo obedece a ese merecido reconocimiento, sino también, y especialmente, por reivindicar una época y un lugar que ninguna otra ciudad puede destacar. «Ya organizado, será una referencia ineludible», sentencian.

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