Mari Cruz vive en la calle del Cañaveral, situada a diez metros del supermercado donde se encuentran todos los vecinos.Un portal oscuro camuflado en la esquina del barrio de la Ventilla. Tiene 78 años y es una mujer de su época. Las arrugas de su cara indican que ha sufrido las penurias de la posguerra. Se conserva intacta en los recuerdos difusos, borrosos, de unos cuantos. Mari Cruz abre la puerta de su casa dispuesta a remover los suyos.
Camina por un pasillo alargado. Se percibe el olor a cerrado. En el centro de la habitación hay un mueble donde reposa una televisión encendida —la única luz—. Al fondo del rectángulo, una máquina de coser de color verde desgastado, frente al ventanal. Encasillada en una estantería blanca.
—Tienes que hablarme alto que no escucho—, dice Mari Cruz. La conversación se inicia.
—¿Qué es un trapero?
—Un oficio que ya no existe. Cuando yo era niña no había camiones de basura, como los de ahora. Los traperos teníamos que recogerla. Mi padre nos levantaba a las cinco de la mañana para ir a buscar los desechos de las casas. Nosotros vivíamos en la estación de Chamartín. En la parte de abajo de la vivienda teníamos las caballerizas, donde guardábamos los animales de carga —bueyes viejos— y carros. Teníamos las cochiqueras, donde estaban los cerdos. Los corrales con las gallinas. Criábamos gallinas, cerdos, ovejas y cabras. Dábamos de comer a los animales con los restos de comida que había en las basuras. Gracias a ellos vendíamos lana y huevos. El cerdo lo matábamos para consumo propio.
—¿En qué barrios recogían la basura?
—Cada trapero —o familia de traperos— tenía delimitado su distrito. Nosotros trabajábamos en el Barrio de Salamanca, Dos de Mayo y Argüelles. A veces bajaba la criada a dejar los restos de los señores. Otras veces teníamos que entrar en las viviendas cargando las seras [sacos] en la espalda. Algunos porteros nos ponían problemas para pasar. Decían que manchábamos las escaleras.
—¿Cómo era el trabajo?
—Muy sacrificado. Se recogía con el carro de cinco de la mañana a dos de la tarde. Al acabar llegábamos a casa y separábamos lo que valía de lo que no valía. Lo orgánico de lo inorgánico. Estoy acostumbrada a reciclar desde que era pequeña —comenta riéndose—. Acabábamos la faena a las siete de la tarde. Cenábamos y nos metíamos en cama para volver a trabajar.
—¿Qué se aprovechaba de los desperdicios?
—Todo. La comida para los animales. El papel se vendía a las fábricas de cartón y de papel. Las ropas y telas se daban a los comercios de las traperías. Nosotros éramos traperos de recoger, pero también había traperos de vender. Hacíamos jabón y criábamos a los animales para consumo propio o para vender lana y huevos. Lo que no se podía utilizar se tiraba en el vertedero, cerca de donde ahora está el Hospital de la Paz.
—¿Qué diferencias hay entre los traperos de antes y los basureros de ahora?
—Muchísimas. Ahora te mandan separar la basura. A nosotros nadie nos lo hacía. Teníamos que dividirla en casa. Ahora cada uno tira sus restos en los contenedores. Antes no había. Teníamos que ir a buscar los desperdicios a la puerta de casa de los señores. Nadie nos pagaba por hacerlo. En invierno se trabajaba más que en verano porque había que recoger las cenizas de las chimeneas. Manchaban muchísimo. –Tengo que ponerme a coser—. Dio por acabada la conversación.
«Un oficio antiguo en el Madrid moderno»
Lo que Mari Cruz no podía imaginarse es que a cinco minutos de sus casas, un grupo de rumanos retoma el olvidado oficio de traperos —en el Madrid moderno—. Viven a la intemperie. En una explanada perpendicular a la Avenida de Asturias. Andrea, Catalin e Ivan y unos 12 rumanos más. Residen desde hace tres años en un parque. A veces duermen en unos albergues cercanos. Desempeñan el mismo oficio que el abuelo de Antonio y Mari Cruz durante la posguerra: reciclar basura. Pero en pleno 2012.
No tienen papeles. Ni quieren ser fotografiados por la cámara. Tampoco tienen calefacción o baños. Se lavan en los servicios públicos de la zona del Hospital de La Paz. Se calientan prendiendo una hoguera con restos de cartón. Apretados a su alrededor.
—Algunos hombres suelen emborracharse por la noche. Es mejor no hablar con ellos, sentencia Andrea en tono protector. Tiene 28 años. El pelo moreno largo y rizado, recogido en una treza. Lleva ropas oscuras y desgastadas. Es madre de tres hijos. Su mirada inspira confianza. Al principio, el grupo de rumanos pedía dinero. Hablaban con lejanía. No es el caso de Andrea.
—¿Cuánto dinero cobráis por un día trabajo?
—Nos dan cuatro euros por 25 kg de chatarra que recogemos de la basura. Ganamos lo mismo pidiendo dinero en el metro. Más o menos unos 20 euros al día. También nos pagan por el papel y el cartón que separamos. Pero nos dan menos dinero.
—¿Cuántas horas trabajáis?
—Unas diez o doce horas todos los días del año, de siete de la mañana a siete de la tarde, a veces hasta las nueve de la noche.
Una bolsa de plástico blanca con el logotipo rojo de H&M, trozos de chatarra, un carro de supermercado y ropa desperdigada por el suelo, junto a los árboles de su parque, esbozando su particular decorado. Mari Cruz tiene dos casas. Una en La Ventilla y otra en la Sierra. Su familia ha conseguido amasar generosas cantidades de dinero trabajando como traperos en la difuminada época de la posguerra. Pero, seguramente, los rumanos nunca tendrán una propiedad. Sobrevivir es su reto. Viven para trabajar. Ellos son los nuevos traperos de La Ventilla.
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