cine
Sacristán, el niño de Chinchón que jugaba a vivir otras vidas
El actor recorrió, ante una sala abarrotada, sus cincuenta años dedicados a la interpretación
Sacristán, el niño de Chinchón que jugaba a vivir otras vidas
A sus 76 años, José Sacristán ya trabaja sólo en lo que le gusta. «La cartilla de ahorros» es la que le da la posibilidad de dirigir su carrera porque «la bombona de butano ya está pagada» y no debe «nada a nadie», así ... que se embarca sin reparos en proyectos independientes promovidos por los nuevos talentos. «Me he convertido en una musa del cine sin dinero, pero es la suerte de poder elegir», confesó ante un Aula Mergelina de la Universidad de Valladolid abarrotada. El actor se negó a considerar la experiencia como una forma de sabiduría y defendió lo «saludable» de «dejar la ventana abierta para que entre el aire» cuando te estás haciendo viejo, «aunque te constipes».
Sacristán, que recibió horas más tarde la Espiga de Oro por su trayectoria artística, recorrió sus cincuenta años dedicados a la interpretación de la mano del director de la Seminci, Javier Angulo, pero, sobre todo, revivió una y otra vez una infancia dura, pobre, complicada, en su pueblo, Chinchón, donde descubrió de la mano de su primo Venancio el milagro del cine. «Se apagaron las luces, se encendió la pantalla y sucedió», recordó antes de explicar que su vocación de actor siempre se ha alimentado de «la pasión infantil por vivir otras vidas, de jugar a ser pirata, caballero o gángster, y alejarse de la realidad». Para Sacristán, la clave es que «todos necesitamos ser otros y somos uno porque no nos queda más remedio». Ningún método del mundo le ayuda a interpretar sus personajes como «echar mano de aquel niño que sólo pensaba en jugar a ser los personajes» de las películas que veía en el primer asiento del gallinero cuando «la Nati», su madre, conseguía el dinero para comprar una entrada en el cine del pueblo.
Pobre diablo
Y dejó al público enmudecido cuando explicó su llanto incontrolado al lograr rodar en aquel lugar tan especial siendo ya una figura. «Veía la España campesina de los años 40, la del candil de aceite y la burra, y cómo el cine apareció como una llamada para este pobre diablo», reflexionó con su voz llenando la sala: «No quepo en mí de gozo al ver cómo aquel chaval que quiso ser actor en aquel país, algo como ser torero en Islandia, lo consiguió».
Tampoco fue un camino fácil. Pasó mucho tiempo antes de que pudiera demostrar a su padre, el último estalinista del mundo, «que la diferencia entre segar y actuar era que en el cine se cobraba más» y al mismo tiempo convencerles de que aquello «no era menos noble que ser un hombre de campo».
También tuvo momentos de duda. Trabajar en El Círculo de Lectores le permitió «salvar los trastos», aunque no le salvó del hambre. «Mi cena era un trozo de pollo que ponían a Rodero en el rodaje de Calígula y que él no comía». Aún así, se considera afortunado porque siempre ha tenido trabajo. «Ser un actor parado es inútil y lo más desesperante, porque sin público no somos nada», dijo.
Él tuvo la «suerte» de entrar al mercado por la vía de «la españolada». Y que nadie les toque un pelo «desde el punto de vista moral» a las pelis y a los profesionales que las hicieron, advirtió. Sacristán dejó bien claro su agradecimiento a los Ozores y Sáenz de Heredia de aquella época, que le permitieron «pagar los recibos» y «aprender lo poco que sé», en tiempos en los que recordaba cómo tenía que robar agua caliente en la pensión para bañar a su hijo mayor. «Yo nunca he ido a trabajar cantando la Internacional ni con el puño cerrado, pero todos sabían mi forma de pensar y nos respetábamos», matizó.
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