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EL ÁNGULO OSCURO

TORRES-DULCE

Cuando lo nombraron fiscal general del Estado lo compadecí muy compungidamente, no había nacido para ser capataz ni lacayo de nadie

HUBO un tiempo en que traté mucho a Eduardo Torres-Dulce, allá en ¡Qué grande es el cine!, aquel programa legendario que dirigía José Luis Garci. Torres-Dulce, con su rostro todavía juvenil e irónico, sus gafas de pasta y su pelo muy delicadamente nevado ... tenía la elegancia de un personaje salido de una película de Vincente Minelli; y su elocuencia hubiese podido competir con el Atticus Finch de Matar a un ruiseñor, el Henry Drummond de La herencia del viento y el Jim Garrison de JFK. Como Gregory Peck en la película de Robert Mulligan, Torres-Dulce trasmitía honestidad y bonhomía; como Spencer Tracy en la película de Stanley Kramer, trasmitía pasión, tozudez y hasta beligerancia en la defensa de sus convicciones; como Kevin Costner en la película de Oliver Stone, trasmitía abnegación y valor de ley en cuanto decía y hacía. Torres-Dulce me pareció desde el primer instante un caballero en el sentido pleno de la palabra, populoso de cortesías y erudiciones, conversador afable y sin embargo afilado de sarcasmos. Su cinefilia era cálida y hospitalaria, bendecida por una sana promiscuidad de saberes que pregonaban al hombre ahíto y hambriento de lecturas, animado de una pasión intelectual fuera de lo común. Creo que fue el mejor comentarista de ¡Qué grande es el cine!, como de aquí a Lima.

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