VIDAS EJEMPLARES

Pese a todo

No pasa nada por aparcar un día el autoodio y el fatalismo

Tras aterrizar en la suntuosa T4 de Madrid y atravesar sus inacabables pasillos, llegas al lugar donde se toman las escaleras mecánicas que conducen a la recogida de equipajes y a la salida. Pero aquel día la puerta habitual estaba cortada por una cinta de ... plástico. Frente a ella, un fogoso guarda jurado hacía aspavientos con un brazo y vociferaba lo siguiente a los viajeros: «¡Pa la izquierda, señores, la baguet, pa la izquierda!». Pero no se trataba de que yendo la izquierda te regalasen baguettes de pan. Qué va. Lo que ocurría es que el segurata estaba haciendo un ímprobo esfuerzo políglota y decía en inglés la palabra «equipaje» («baggage»), aunque le saliese más bien una barra de pan gabacha.

Bienvenidos a España. Aquella escena parecía una metáfora del país: formidable pero imperfecto. Anclado con firmeza en el primer mundo, pero proclive al «tira palante» y al «mejor deja para mañana lo que puedas hacer hoy». No existen en el mundo muchas terminales como la T4, una virguería, que con sus formas abombadas te hace sentirte en las entrañas de un ser vivo llegado del futuro. Pero tampoco existen muchos aeropuertos internacionales de un país líder en turismo donde la mayoría del personal no sepa ni papa de inglés.

Un piso de protección oficial del siglo XXI en una ciudad media española ofrece más confort y servicio que una vivienda que cuesta un riñón en el centro de Londres. Es así. Tampoco es una hipérbole afirmar que la asistencia sanitaria gratuita española es muy superior a la estadounidense. O que cuando los franceses se están cociendo en su propio muermo a las nueve y media de la noche, cualquier ciudad o pueblo de nuestro país disfruta de una chispeante vida social, con el tapeo echando humo. No creo que pase nada por recordar que el español es el segundo idioma más hablado del mundo, o que este magro país –montañoso, sin grandes riquezas naturales y más bien reseco– construyó el imperio más extenso que ha conocido la historia. Tampoco existen muchas naciones en el mundo con la red de centros sociales para mayores de España (sí, esos locales donde los vejetes juegan al tute y leen el periódico de gorra). O con una malla tan completa de bibliotecas, piscinas y polideportivos municipales. Un país que atrae a millones de viajeros de todo el planeta, que celebran su clima y su patrimonio, su comida, deliciosa y asequible, su vino, casi inigualable, su cordialidad a bocajarro, a veces incluso algo pegajosa. Una nación que preserva los lazos familiares, que ha soportado con estoicismo admirable el mayor atentado terrorista del siglo XXI en Europa (el ataque yihadista de Atocha), que ha derrotado a ETA solo con la ley, que superó una dictadura sin pegar un tiro, que pasó de la era preindustrial a ser líder mundial en el sector de la moda y la ingeniería, que posee el tercer banco del Reino Unido, o compañías telefónicas en países más punteros que el nuestro.

Por eso hoy, día de la Fiesta Nacional, se pueden aparcar por un día el fatalismo, el autoodio, la alergia al patriotismo democrático y la espina del plastazo separatista, y permitirnos, por unas horas, sentirnos un poco bien con nosotros mismos. Pese a todo…

TRAS aterrizar en la suntuosa T4 de Madrid y atravesar sus inacabables pasillos, llegas al lugar donde se toman las escaleras mecánicas que conducen a la recogida de equipajes y a la salida. Pero aquel día la puerta habitual estaba cortada por una cinta de plástico. Frente a ella, un fogoso guarda jurado hacía aspavientos con un brazo y vociferaba lo siguiente a los viajeros: «¡Pa la izquierda, señores, la baguet, pa la izquierda!». Pero no se trataba de que yendo la izquierda te regalasen baguettes de pan. Qué va. Lo que ocurría es que el segurata estaba haciendo un ímprobo esfuerzo políglota y decía en inglés la palabra «equipaje» («baggage»), aunque le saliese más bien una barra de pan gabacha.

Bienvenidos a España. Aquella escena parecía una metáfora del país: formidable pero imperfecto. Anclado con firmeza en el primer mundo, pero proclive al «tira palante» y al «mejor deja para mañana lo que puedas hacer hoy». No existen en el mundo muchas terminales como la T4, una virguería, que con sus formas abombadas te hace sentirte en las entrañas de un ser vivo llegado del futuro. Pero tampoco existen muchos aeropuertos internacionales de un país líder en turismo donde la mayoría del personal no sepa ni papa de inglés.

Un piso de protección oficial del siglo XXI en una ciudad media española ofrece más confort y servicio que una vivienda que cuesta un riñón en el centro de Londres. Es así. Tampoco es una hipérbole afirmar que la asistencia sanitaria gratuita española es muy superior a la estadounidense. O que cuando los franceses se están cociendo en su propio muermo a las nueve y media de la noche, cualquier ciudad o pueblo de nuestro país disfruta de una chispeante vida social, con el tapeo echando humo. No creo que pase nada por recordar que el español es el segundo idioma más hablado del mundo, o que este magro país –montañoso, sin grandes riquezas naturales y más bien reseco– construyó el imperio más extenso que ha conocido la historia. Tampoco existen muchas naciones en el mundo con la red de centros sociales para mayores de España (sí, esos locales donde los vejetes juegan al tute y leen el periódico de gorra). O con una malla tan completa de bibliotecas, piscinas y polideportivos municipales. Un país que atrae a millones de viajeros de todo el planeta, que celebran su clima y su patrimonio, su comida, deliciosa y asequible, su vino, casi inigualable, su cordialidad a bocajarro, a veces incluso algo pegajosa. Una nación que preserva los lazos familiares, que ha soportado con estoicismo admirable el mayor atentado terrorista del siglo XXI en Europa (el ataque yihadista de Atocha), que ha derrotado a ETA solo con la ley, que superó una dictadura sin pegar un tiro, que pasó de la era preindustrial a ser líder mundial en el sector de la moda y la ingeniería, que posee el tercer banco del Reino Unido, o compañías telefónicas en países más punteros que el nuestro.

Por eso hoy, día de la Fiesta Nacional, se pueden aparcar por un día el fatalismo, el autoodio, la alergia al patriotismo democrático y la espina del plastazo separatista, y permitirnos, por unas horas, sentirnos un poco bien con nosotros mismos. Pese a todo…

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