LLUVIA ÁCIDA
La biblioteca
Con esta columna me despido de mis jactancias de lector social porque espero la llegada de un Kindle que abolirá hasta las prospecciones en las librerías
David Gistau
UN amigo tuvo que renunciar a vivir en su piso de tres habitaciones, salón, comedor, cocina y cuarto de servicio porque los libros se apropiaron de todo el espacio. Literalmente. Aparecen apilados incluso al correr la cortina de la ducha, por la que se desaguaría ... tinta, en lugar de sangre como en «Psicosis». Mi amigo tiene la culpa. No es que comprara dos libros, y estos comenzaran a aparearse y reproducirse, como ocurrió con los cangrejos de río americanos que devoraron a los autóctonos. Los metió de uno en uno, durante años. Fue un proceso como el de «Casa tomada», el cuento de Cortázar. Cada cierto tiempo, una estancia era condenada para el uso por humanos y entregada a la hegemonía de los libros, hasta que a mi amigo apenas le quedó sitio en el salón para colocar un sillón de lectura reclinable y espero que una bacinilla para las necesidades primarias. Si no llega a sacarlo de allí un matrimonio que contrajo, los libros habrían bloqueado la puerta de entrada –estábamos a un Quijote de que semejante drama ocurriera–, y él habría terminado sus días como en la digestión de una enorme panza en la que lo habría encontrado, momificado en el trance de leer y en batín, alguna generación venidera.
Al menos, la pasión por los libros de mi amigo es verdadera. Flann O’Brien escribió una hilarante parodia de los ricos que compraban al peso libros que no pensaban leer sólo para jactarse de ellos ante las visitas. Para aplicarse un falso barniz intelectual. Les imaginó hasta lectores contratados para avejentar los libros con el uso, de manera que no parecieran ornamentos sin estrenar: como mozos de caballeriza librescos. En realidad, todos los aficionados a la lectura tenemos encomendada a nuestra biblioteca una representación social, un mensaje a los demás, una petulancia. Que hable de nosotros, como el mural de trofeos de caza ha de contar hazañas de las que pueda ufanarse el cazador ante sus propias visitas, como el parque móvil da fe de la ascensión del futbolista. Una biblioteca que crezca con nosotros y que describa una maduración en los gustos –o se llega al ensayo histórico o se ha quedado uno entretenido por las luces de neón de la novela–, que sea como los anillos de la edad de un árbol visibles en el tocón. Lo malo es cuando la biblioteca la inspecciona un gran lector del que tememos un gruñido de insatisfacción, como si lo que pudiera ver en los libros, lo que los libros confesaran de nosotros, lo obligara a despreciarnos y a marcharse pegando un portazo antes incluso de probar el Dry Martini: «¡No puedo permanecer en una casa en la que se lee novela negra escandinava!».
No fue por fetichismo, no fue porque necesite oler las páginas de un libro mientras lo leo. Fue por el rol social de la biblioteca por lo que me resistí hasta ahora al dispositivo electrónico: el piso entero de mi amigo, metido en el bolsillo de la camisa. Con esta columna me despido de mis jactancias de lector social, sin haber logrado que los libros me expulsen de casa, porque espero la llegada inminente de un Kindle que abolirá hasta las prospecciones en las librerías. Mi biblioteca se quedará como está, varada en la edad y en los gustos que ahora tengo, igual que la de mi padre se quedó congelada después de su muerte, como un estrato antropológico que dice de él que no llegó a Franzen. Al menos, no añadiré más complicaciones a la próxima mudanza: las cajas numeradas de antaño serán ahora un cacharrín que no proporciona información a las visitas, sino que guarda el secreto de lo que uno lee.
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