VIDAS EJEMPLARES
¿Amigos?
Se acaba el poder y los teléfonos enmudecen al día siguiente
Luis Ventoso
ALLÁ en el siglo XVIII nadie daría medio penique por James Boswell. El noble escocés, señor de Auchinleck, abochornó a su familia con su biografía de tarambana borrachuzo. Abogado y escritor, se pulió todo su patrimonio en un espectacular rally por tabernas y casas de ... lenocinio. Los retratos de época muestran un careto abotargado, mapa de tantas hazañas licenciosas, un rostro algo cómico, a fuer de la seriedad que imposta. Boswell era una fiera. En su grand tour continental acudió a conocer a Rousseau y acabó empiltrado con su mujer. Lo cual tampoco parece haber causado mayores jaquecas al gran narciso galo. Tanta sonrojo provocó Boswell en vida que sus descendientes ocultaron sus papeles para no recordar al oprobioso antepasado. Los escritos acabaron apareciendo en un desván irlandés en los años veinte. Una universidad americana pagó un dineral por ellos. Ahora Boswell merecía respeto, máximo interés. ¿Por qué había sido rehabilitado el zángano?
James Boswell está en la historia por su maravillosa amistad con un hombre 31 años mayor que él, Samuel Johnson, un grandullón picado de viruelas, de levita guarra, peluca mal puesta y cerebro de máxima potencia. Boswell y Johnson, la mayor eminencia literaria inglesa de su tiempo, se conocieron en Londres el 16 de mayo de 1763, en una de las escapadas golfas de James a la capital. El local del encuentro está en el Covent Garden. Hoy acoge a un café llamado Boswells, el apellido del discípulo. De fachada evocadora, dentro resulta angosto, poco especial. Pero a los johnsonianos nos gusta sentarnos a tomar algo y fabular con el primer cruce de caminos entre el bocazas veinteañero y el gran patriarca, el Dr. Johnson, gloria nacional, compilador del primer diccionario del inglés, de corazón de oro, y lengua cortante si lo pillaban a contrapelo. Boswell conoció a Johnson y se le pegó como una lapa, años y años. En tertulias y en borracheras. En salones y antros. Cada día, en la arribada beoda o en la cruel resaca matinal, anotaba todo lo hablado con su mentor. Así fue componiendo un libro, «La vida del doctor Johnson». Pasa por ser la mejor biografía de la historia.
Boswell adoraba al oso gruñón. Pero Johnson también lo quería y cuidaba, a su modo, con pomposos consejos epistolares. Boswell, víctima a veces de depresiones insondables, era un sablista, un dipsómano, un coleccionista de venéreas. Pero también podía ser el compañero más generoso, el contertulio más ocurrente, el anfitrión más obsequioso, el más divertido compañero de farra. Se hicieron tan inseparables que hasta se fueron juntos de excursión a un fin del mundo de la época, las desoladas Islas Hébridas. Su amistad es lo que convierte el libro de Boswell en algo único, lo que hace que se siga recordando a ambos con una sonrisa, que se brinde por su memoria con una piscina de cerveza (mejor dos).
Hoy se tiende a entregar la palabra amigo con demasiada facilidad, aplicándosela a conocidos. Pero amigos de verdad no tenemos más de cinco o seis. Lo comprueban los políticos cada vez que se apean del poder. El móvil enmudece. Los asentimientos ante cada frase se desvanecen. Los chascarillos agudísimos ya no hacen gracia. Dejas de ser el centro de la tertulia. Aznar se marchó, perdió la luz de los focos, y se descubrió que con Rajoy no pasaba de conocido.
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