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EL CONTRAPUNTO

Pobredumbre

La corrupción no es exclusiva de Andalucía, pero sí alcanza allí una extensión y una profundidad muy superiores a las de otras regiones

Isabel San Sebastián

ANDALUCÍA debería ser estudiada en los manuales de Ciencia Política como paradigma de lo que sucede cuando el poder permanece en las mismas manos durante décadas, hasta corromperlas del todo. Como argumento irrefutable a favor de la alternancia, tan indispensable en democracia como las urnas y las papeletas. Porque lo acaecido en esa comunidad, convertida por el PSOE en su cortijo, es digno de otros tiempos y otros usos, felizmente arrumbados al desván de la Historia en la mayor parte de España.

Lo que vamos conociendo de los ERE, los «botes» aplicados por UGT a las subvenciones públicas, hinchando artificialmente facturas con el objetivo de financiarse fraudulentamente, la gestión de los fondos destinados al paro por parte de la Junta, y los demás capítulos relacionados con la ejemplar investigación que lleva a cabo la juez Mercedes Alaya, no cabe en la palabra «escándalo». Trasciende ampliamente ese significado para adentrarse en otro terreno: el de la corrupción sistémica, extendida capilarmente a todos los miembros del cuerpo social, donde el abuso no es excepción sino norma. Un territorio más propio del siglo XIX que del XXI, con la diferencia de que, como subrayaba recientemente el socialista Joaquín Leguina, los caciques de entonces compraban votos con su propio dinero, mientras que los de ahora lo hacen con el del contribuyente. Un contribuyente literalmente asfixiado a impuestos, que asiste atónito, frustrado, impotente e indignado al saqueo de sus bolsillos en nombre de «los trabajadores».

Es tanto más repugnante esta trama de favores mutuos, de ojos que no ven a cambio de sobres que van y vienen, de endogamia delictiva disfrazada de «solidaridad», cuanto que sus protagonistas son los representantes políticos y sindicales de esa izquierda que todavía hoy vive convencida de su superioridad moral y la predica a los cuatro vientos. Atrincherados en esa creencia indestructible, no perciben su conducta como un atentado a la legalidad y la decencia, sino como un camino alternativo hacia la consecución de la «justicia social» por métodos heterogéneos. No hay sombra de arrepentimiento ni mucho menos de vergüenza en las declaraciones de sus líderes. Tampoco se percibe la menor disposición a la colaboración con la Justicia, sino todo lo contrario. Sólo Alaya conoce el calvario que ha tenido que pasar hasta conseguir del Ejecutivo autonómico los medios materiales indispensables para llevar a cabo su instrucción, y los obstáculos con los que se ha encontrado. Todo indica que, desde su visión de la realidad deformada por prejuicios ancestrales, la mayor parte de los actores que nadan en esa olla de podredumbre consideran perfectamente lícito su comportamiento; esa perversión del concepto «redistribución de la riqueza» hasta convertirlo en latrocinio puro y duro, amparado por la impunidad que otorga el ejercicio continuado del poder.

La corrupción no es exclusiva de Andalucía, por supuesto, pero sí alcanza allí una extensión y una profundidad muy superiores a las de otras regiones en las que en un momento u otro se han abierto las ventanas y levantado las alfombras. Allí no. Andalucía sigue a la cabeza del paro y a la cola de la renta per cápita, demandando y recibiendo la solidaridad del resto de los españoles y europeos desde hace más de treinta años, mientras sus élites gobernantes alimentan con esos fondos un sistema intrínsecamente malvado, que impide «de facto» el desarrollo económico porque necesita un contexto de pobreza material y moral para poder perpetuarse. Y eso, también, contribuye a resquebrajar España.

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