Trump trata de enderezar el rumbo en su momento más crítico y se encierra con su equipo en Camp David

Muchos son los frentes que tiene abiertos Trump en el tramo final de esta primavera —la ley de presupuestos estancada, la violencia tras las redadas migratorias, las dudas en torno a las negociaciones con China, Rusia e Irán—, pero el más grave está dentro de su propia órbita. Elon Musk, hasta hace poco su aliado más estrecho, su palafrenero, su sombra, se ha declarado abiertamente en rebeldía. Lo ha insultado en público, lo ha acusado de encubrir delitos sexuales y le ha retirado su apoyo. Lo realmente inusual, sin embargo, es la respuesta: Trump no ha respondido como acostumbra. No hay motes, no hay burlas, ni ataques personales. Al contrario, ha sido pulcramente amable, le ha deseado lo mejor, y se limitó a referirse a su «obvio problema de drogodependencia», en alusión al consumo de ketamina que el propio Musk no esconde.

Poco tiene Trump que celebrar. La guerra de Ucrania y la de Gaza, que prometió resolver en cuestión de horas, siguen abiertas. Pensó que bastaría una llamada, un gesto de autoridad, y que tanto Vladímir Putin como Benjamín Netanyahu aceptarían su mediación sin condiciones. Pero cada uno va a lo suyo. Ni el carisma ni la presión han servido. Los muertos se siguen acumulando, los frentes se enquistan, y Trump empieza a asumir en privado que esos conflictos pueden escapársele de las manos, como le ocurrió a Joe Biden.

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Y a casi un mes del anuncio del 9 de julio, los aranceles estrella de Trump han quedado por debajo de lo prometido. Lo que en campaña se presentó como una ofensiva comercial sin precedentes, hoy se traduce en un 10% universal que refleja las estimaciones más conservadoras de su equipo. Aun así las pocas certezas han generado inquietud en los mercados: se teme un repunte de la inflación, los precios siguen altos y ya hay señales de desaceleración en el consumo. Con Canadá endureciendo su postura y la UE advirtiendo de represalias, Trump se encuentra sin mucho margen de maniobra ya.

Después está el hecho patente de que, tras semanas de teatralidad en el Despacho Oval —con encierros tensos a líderes como el ucraniano Volodímir Zelenski o el sudafricano Cyril Ramaphosa—, poco se ha avanzado en el terreno diplomático. Todo indica que Trump no consigue generar el impulso necesario para negociar en serio. A falta de resultados, tuvo que declarar públicamente su deseo de hablar con Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, aunque ella, por ahora, ni aparece ni responde. Incluso con Xi Jinping, al que solía aludir con familiaridad, el contacto ha sido difícil: según fuentes diplomáticas, Trump tuvo que insistir varias veces para lograr una llamada.

La iniciativa internacional que prometía protagonismo, por ahora, se atasca. Por eso, el retiro de ayer a Camp David busca, en parte, recuperar algo del terreno perdido. Trump 2.0 es, según las encuestas, más popular que en su primer mandato, pero menos que Obama o Biden a estas alturas de sus presidencias. Un 50% de los estadounidenses lo desaprueba, frente a un 45% que lo respalda. Lo paradójico es que, cuanto más vulnerable se muestra, más apoyo parece cosechar. A una parte del electorado le atrae ver, tras el espectáculo, a un Trump más humano, menos infalible, enfrentado a límites reales.

La siguiente fase de la nueva presidencia de Trump tendrá un tono más internacionalista. El presidente se prepara para viajar a Canadá en los próximos días para participar en la cumbre del G–7, donde buscará reforzar su agenda comercial y energética. Pero lo más relevante será su presencia en La Haya, en la cumbre de la OTAN, donde espera obtener un compromiso firme de todos los aliados —incluida España— para elevar el gasto en defensa hasta el 5% del PIB. Trump quiere convertir esa exigencia en el eje central de su política exterior: menos ayudas sin condiciones y más aportaciones concretas por parte de sus socios.