Las parias del terremoto de Marruecos: «Sólo tenemos a Alá»
Los ancianos de las aldeas del Atlas aseguran que las viudas bereberes, tras la muerte de sus maridos, están condenadas a vivir pidiendo de casa en casa
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J. J. Madueño y Pablo Ortega
Enviado especial a Amrezgane (Marruecos)
Najna Ait Lhirrea viste de un blanco impoluto, solo roto por las manchas y un mandil que se ha puesto para ayudar a hacer la comida que se reparte en Amrezgane, a tres kilómetros del epicentro del terremoto en las montañas. Es una ... viuda. Ese color la marcará mínimo tres meses y diez días. Es el tiempo estipulado dentro de esta cultura para saber si la mujer está embarazada. Una marca imborrable en estos pequeños poblados, donde muchos vecinos ni siquiera hablan el árabe, sino el bereber. Ellas son 'parias' entre los escombros del Atlas. Najna estaba en casa viendo la televisión con su marido y su hija, a la que a sus 30 años no le auguran un casamiento. «Es una edad a la que ya es muy complicado», afirma Brahim Ait Boujemaa, que acoge a estas dos mujeres en su casa, la única en pie tras el terremoto y convertida en un refugio para todo el 'duar' (aldea). La hija será una carga para una mujer que, con suerte, tendrá una manutención del Gobierno de 1.000 dirham (100 euros) por perder a su marido.
Recuerda como el esposo difunto dijo aquella noche que se iba a descansar. Bajó al piso de abajo, se acostó y una sacudida, que no duró más de seis segundos, derrumbó la vivienda. Quedó aplastado por el piso superior. Las dos mujeres, que seguían arriba, cayeron sobre los escombros, las cañas y las maderas. Eso les salvó la vida. Fueron rescatadas. Pidieron ayuda y un vecino sacó a su marido. Ella tomó el blanco como hábito por el duelo.
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Carlota PérezJadima dio a luz en un hospital de Marrakech el viernes por la tarde, horas antes del terremoto que destruyó su vivienda en el Alto Atlas
Sin embargo, vivió el dolor sin darle sepultura. La mujer no asistió al funeral de su esposo. Sólo los hombres pueden enterrar en estos cementerios del Atlas. Luego puede visitarlo una vez enterrado, pero no puede estar ni en los rezos antes de entrar al cementerio ni cuando se le da sepultura en la tumba. No tiene permitida una última despedida antes de entregar el cuerpo a la tierra. Nanja quedó de blanco y con su hija a cargo. «Sólo me queda Alá y las personas benevolentes», señala esta mujer, amoratada y rota por el dolor, sobre el futuro que le espera.
Su hija Fatiha Ait Rkouss ni siquiera eso. Ella debe buscar un casamiento que no es probable, o se casa o queda a cargo de la familia y de su madre. «Es una edad muy complicada ya para encontrar marido. No tiene trabajo, solo cuándo está aquí en esta casa», insiste Brahim. La simple pregunta sobre su futuro hace llorar a los presentes. La joven no es capaz de contestar. Solo llora. «Tengo la obligación de ocuparme de ellas, pero lo he perdido todo», lamenta su tío, que está en esta vivienda de paredes resquebrajadas durante la entrevista.
Futuro incierto
Es la situación de muchas mujeres. Los vecinos hacen recuentos de mujeres que se han quedado sin marido. «Hay una aldea donde hay diez viudas. Están allí atrapadas. No pueden salir. Sólo se puede llegar a pie. Esperan ayuda», afirma Alí Ait Chejia, que señala otra más en otro 'duar' y otras dos en otro. Brahim conoce dos más en otra aldea cercana. «Hay muchas. Unas tienen hijos y otras no. Ahora las tiene que cuidar el 'duar'», añade. «No tienen nada. Ahora irán de casa en casa para poder vivir de lo que le puedan dar las familias. Ellas están en manos de Dios», explica Abdallah Ait Malek, que está sentado en una piedra junto a un cargamento de ayuda humanitaria esperando un camión para subirlo a su aldea.
«Su futuro es incierto», concluye Brahim Ait Boujemaa, quien explica que en la cultura bereber los 'duar' son grandes familias. «Cada uno tiene la obligación de ocuparse de los suyos. Si alguien tiene una necesidad, el resto le va a ayudar. Los que tienen comparten con los que no tienen. Todos se tienen que ayudar entre sí. Es parte de nuestra cultura», añade Brahim, quien explica a su vez que, en este caso, es difícil cumplir con esa tradición, porque se ha perdido todo.
Nadie tiene nada que compartir en estas aldeas inaccesibles, donde el invierno es bajo cero y cubierto de nieve, las lluvias torrenciales pueden arrastrar escombros y el sol aprieta en un desierto de piedras. «Estamos preparados, pero no se debe alargar más allá del invierno. La gente puede vivir así un tiempo, pero no siempre. La única esperanza para este pueblo es una intervención real. Las casas no son aptas para vivir, pero si el Rey da la orden, el Gobierno nos atenderá», añade este vecino.
Ante ese panorama, las viudas con hijos tienen un salvoconducto para ser acogidas por los familiares del marido que viven fuera del epicentro. Es lo que ha ocurrido en una aldea perteneciente a Ighil, epicentro de seísmo, donde la tierra tembló con ferocidad provocando casi 3.000 muertos. Amrezgane está totalmente destruida, apenas sobreviven algunos pedazos de construcciones. Allí los vecinos hablan de una viuda con tres hijos. Se ha quedado sola con los tres menores. La buscan entre las tiendas de campaña, pero no está. Una mujer concluye que se ha ido del pueblo. Se la ha llevado la familia del marido a otra parte. Se han hecho cargo de los hijos y de ella.
«Ella ha perdido tres hijos, su marido está ingresado muy grave y está embarazada», señala Mina Ait Malek, es la hermana de Naima. Ante la posibilidad de quedarse viuda, todos lloran. «Sólo tendrá a Alá», asegura su padre
En esa aldea hay tres mujeres que bajan por una vereda de piedras de unas construcciones derrumbadas. Ninguna viste de blanco. No hay viudas entre ellas, pero sí miedo a serlo. «Ella ha perdido tres hijos, su marido está ingresado muy grave y está embarazada», señala Mina Ait Malek, la hermana de Naima. Ante la posibilidad de quedarse viuda, todos lloran. «Sólo tendrá a Alá», asegura su padre, Mohamed Ait Malek, quien señala que se hará cargo de su hija, pero que está en manos de Dios. La mujer espera en ese poblado convertido en escombros la vuelta de su esposo.
Naima Ait Malek narra cómo estaba acostada con su marido aquella noche. «Habíamos cenado y nos fuimos todos a dormir. No sentimos nada, sólo que se derribó la casa», recuerda esta mujer, que a duras penas puede apoyarse en los brazos para sentarse en una gran piedra en esa calle junto a las ruinas de su hogar. Su madre asegura que «si la ves sin ropa, está toda amoratada». La casa se les derrumbó encima. A Naima el escombro la atrapó de cintura para abajo. Temía por su bebé. Sacó fuerzas de nos las tenías y, aun aturdida, consiguió salir.
Lo peor vino después
Luego fue a buscar a su marido, que estaba en la misma habitación. No podía sacarlo. Se limitó a destaparle la cabeza para que pudiera respirar y pedir auxilio. «Tiene aplastada toda la parte izquierda del cuerpo. Está en Marrakech ingresado. Tiene fracturas por todo esa parte: brazo, piernas, costillas… Está muy grave», añade. Lo peor vino después. No veía ni a Chaima ni Lhassen, ambos de nueve años. Tampoco a la pequeña Aisha de cinco años. Las personas que acudieron a su socorro sólo pudieron sacar sus cadáveres. Además, teme por el bebé. «Sólo la han visto enfermeros, no la ha visto ningún médico. Necesita una ecografía y que la vean para saber si el bebé está bien», señala su hermana, que sí habla árabe, porque Naima sólo se expresa en bereber.
Esta mujer llora su dolor, su soledad y su incertidumbre. Espera en una tienda de campaña de plástico que llegue un médico que pueda verla y que la próxima ambulancia que suba al 'duar' no sea para descargar, en el pequeño descampado en el que se ha convertido la plaza central, el cadáver de su marido. «Después de eso no hay nada. Sólo le queda Dios», sentencia su hermana, que en estas montañas del Atlas sabe que Naima sin marido se convertirá en una 'paria' al amparo de la benevolencia bereber.
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