Irmgard Furchner, la 'secretaria del mal' nazi, condenada a los 97 años

Ha sido uno de los últimos juicios a los verdugos del Holocausto. Dos años de prisión por complicidad en 10.505 asesinatos, que no cumplirá dada su edad. Era mecanógrafa del jefe de un campo de concentración

Supervivientes del Holocausto, el último hilo de la memoria

Irmgard Furchner, el pasado 20 de diciembre AFP

La anciana de la imagen, protegida de miradas molestas durante meses ora por gafas negras a lo María Callas, ora por un velo blanco y siempre con el rostro pixelado en las fotos por exigencias del juez, es cómplice de la muerte de 10. ... 505 personas.

Fue en Stutthof, el campo de concentración cerca de Gdansk, en la Polonia ocupada por los nazis donde ejerció como mecanógrafa entre 1943 y 1945 en su mismo centro neurálgico: la oficina del comandante de aquel moridero, Paul Werner Hoppe. Le apodan 'la secretaria del mal'. Ella transcribía las órdenes que él dictaba y llevaba su correspondencia. Así lo ha determinado un tribunal especial de menores de la ciudad alemana de Itzehoe, cuando sucedieron los hechos ella no había cumplido los 21, que la semana pasada la condenó a dos simbólicos años de cárcel que no pagará interna dada su avanzada edad.

Es lo que tienen la justicia o la compasión, y también los rocambolescos esfuerzos que la mujer ha invertido en atrasar este proceso, incluidos no solo incontables y sucesivos problemas de salud, sino además una cómica fuga en taxi de la residencia donde habita que perpetró en septiembre de 2021, el mismo día que le tocaba defenderse desde el banquillo.

Ella «aseguró el funcionamiento del campo». Transcribía las órdenes del comandante, llevaba su correo

A saber. Según la fiscalía, el trabajo administrativo de Irmgard Furchner «aseguró el buen funcionamiento del campo» y otorgó a la entonces joven «el conocimiento de todos los sucesos en Stutthof». «Si la acusada miraba por la ventana, podía ver a los nuevos prisioneros que estaban siendo seleccionados», -reclamó la representante del Ministerio Público, Maxi Wantzen, durante la vista, según el rotativo Die Welt -, «nadie podría pasar por alto el humo del crematorio o no notar el olor a cadáveres quemados». Las crónicas cuentan que Furchner ha escuchado una sesión tras otra impasible sentada en silla de ruedas, y que solo en una de las últimas, este diciembre habló para decir «siento todo lo que sucedió». Sin más.

Las investigaciones documentan que en Stutthof, abierto en 1939 y liberado en 1945, se dio muerte a más de 65.000 personas, muchos de ellos judíos, pero también «partisanos polacos y prisioneros de guerra ruso-soviéticos». Se utilizaron métodos de lo más imaginativos propios de la maquinaria de asesinar de Hitler, ejecuciones de un tiro, cámaras de gas, hambre, trabajos forzados extremos que contaron para mayor agonía con la ayuda del tifus, que azotó a aquellos desgraciados enfermándoles y debilitándoles hasta lo inhumano.

A nadie se escapa que esta sentencia es una de las últimas que se improndrá a un verdugo del Holocausto. Si por razones biológicas, los supervivientes están cerca de desaparecer de la Tierra, ellos también y el hecho de que estén siendo sometidos a la ley 76 años después del fin de los juicios de Nuremberg no ha dejado de suscitar la controversia. Los crímenes de guerra y contra la Humanidad no prescriben. Por mucho que los abogados de la ex mecanógrafa hayan tratado de hacer descarrilar las evidencias contra su patrocinada avisando, entre otros, de que la documentación que pasaba por su escritorio estaba codificada. Luego nada podía saber.

El precedente histórico de John Demjanjuk, ex guardia en Sobibor ya condenado en 2011 por complicidad en la aniquilación de judíos, ha allanado el camino para este proceso. Abrió la puerta a culpar a cualquiera que hubiera desempeñado alguna función en los campos de la muerte, por muy lejos que hubiera permanecido de los gatillos y la llave del gas. Pero en este caso han pesado sobre todo los testimonios, como el de Mandfred Goldberg, ocho meses encerrado en Stutthof, que restó todo crédito a la posibilidad de que la mujer ignorase lo que ocurría en aquel , cuando -dijo- hasta los informes de «cuánto pelo rapado a los reclusos se recogía, pasaban por su despacho». Conste su lamento, que la pena por 10.000 crímenes sea la misma que se impone a un ladrón común. Aunque siquiera vaya a pagarla.

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