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La soberbia letal de Mubarak

«Quizás sopesa la posibilidad de una solución china, un Tiananmen, capaz de quebrar la voluntad de los egipcios»

AFP

Todos sintieron mucho la muerte de Muammad, el nieto del presidente Hosni Mubarak hace dos años. Tuvo un repentino derrame cerebral y murió tan sólo un par de días después. El pésame popular fue sincero, probablemente mucho más que el de todos los aduladores que acudieron a la ceremonia fúnebre para cumplir obsequiosamente ante el aún todopoderoso abuelo. Pero incluso la muerte del nieto fue una ocasión más para la ofensa al pueblo egipcio. Porque todos supieron que en cuanto se percibió que el niño estaba grave, se fletó un avión para llevarlo a un hospital de París, que es donde murió. Y desde donde se produjo el duro trance de la repatriación, que no pasó desapercibida para ningún egipcio.

Cuando cerca del 25 por ciento de los niños viven en la pobreza —hablemos de miseria— y el 50 por ciento de la población tiene que sobrevivir con menos de 1,5 euros al día, este tipo de sucesos duelen y ofenden, incluso a una población acostumbrada a ser despreciada por el poder y por todos sus muy jerarquizados representantes. Incluidos los más bajos en el escalafón que son la Policía. Omnipresente en las vidas de los egipcios, se comporta con tanta soberbia y arrogancia que el peor ministro o el todopoderoso empresario amigo de los Mubarak.

Se deja corromper por cualquiera pero actúa como si fuera el delegado personal del presidente. Cuando hay que limpiar a patadas y porrazos una calle lo hacen sin contemplaciones. Para que pase, por ejemplo, una caravana de coches repletos de invitadas de Suzanne Mubarak, occidentales de compras de exotismo y lujo —con los hombros descubiertos tan ofensivos a los musulmanes— o parientes y miembros de las familias de grandes multimillonarios que han formado la casta de los poderosos en Egipto.

Y la continua ostentación y el lujo de esos pocos que han visto cómo aumentaba la miseria por todo el país pero no lo veían a través de los cristales ahumados de sus limusinas. Y como dique contra la crítica, la tortura, convertida en habitual trato en las comisarías. Y germen del odio que ahora se ha desbocado contra todo el cuerpo policial. Igual que el que despiertan los grandes magnates crecidos al amparo del régimen. Muchos aviones privados de lujo han partido estos pasados tres días de los aeropuertos egipcios. Para no volver. Aquí sólo se espera ya que parta el avión del presidente.

Joyerías cerradas

Ayer, con la Cornisa del Nilo y las cercanías de la plaza Tharsir aún jalonadas por coches y furgones policiales humeantes y el penetrante olor a plástico quemado pegado al asfalto y mezclado con el humo del gasoil de los tanques, las zonas más bellas de la capital egipcia se antojaban a la caída de la tarde como la perfecta metáfora de la farsa tantos años mantenida.

Los hoteles de lujo con sus entradas principales bloqueadas y cubiertas por maderas y paneles, los barcos de restaurantes y discotecas convertidos en buques fantasma atracados a pasarelas desiertas, las joyerías cerradas a cal y canto, las calles cubiertas de cascotes y restos de mobiliario y una infinita manta de basura, el centro de El Cairo parecía el escenario de una fiesta kitsch y presuntuosa, súbitamente inundado por una oleada de lodo, pobreza y rabia. Y columnas de humo sobre el Nilo.

Dicen que Mubarak y su entorno aún no entienden lo que está sucediendo. O sí. Quizás está sopesando la posibilidad de una solución china, un Tiananmen, capaz de quebrar la voluntad de los egipcios. Porque posibilidades de reforma bajo su mando no le quedan. Pero asusta siquiera pensar en las dimensiones de la tragedia que desencadenaría.

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