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«¿Tengo que comprar en Miami las medicinas?»

La ayuda procedente de todo el mundo empieza a salir del aeropuerto de Puerto Príncipe, mientras algunos médicos buscan material entre los palés

«¿Tengo que comprar en Miami las medicinas?»

Mientras los norteamericanos se desplegaban ayer en Haití y describían con orgullo el «impresionante trabajo de coordinación» que está haciendo su país al aterrizar más de cien aviones diarios en una sola pista, «cuando algunos aeropuertos internacionales de Estados Unidos sólo reciben 60», dos monjitas colombianas de las Hijas de la Caridad vagaban etéreamente por entre los palés de carga regados por el aeropuerto. Buscaban con sus rezos 200 libras de medicina que les habían enviado la víspera sus hermanas de Miami.

«¡Pero es que aquí todo el mundo habla raro!», se quejaba sin perder la sonrisa Sor Gladis Orejuela, incapaz de entenderse con los soldados para encontrar la preciada carga. No era cuestión de idioma. Incluso con la traducción de esta corresponsal, a lo más que llegaron los estadounidenses después de muchas gestiones fue a verificar que el vuelo en cuestión había llegado la noche antes a la hora prevista, pero ni idea de cómo encontrar la carga. Era como buscar una aguja en un pajar.

Sor Gladis no se desesperaba, sino que seguía pacientemente su búsqueda hangar por hangar, palé por palé, con una risa fresca impensable para quien vive desde hace una semana entre los moribundos del Hospital Universitario de la Paz. «Nuestro colegio se derrumbó, no tenemos nada que hacer allí. Ahora es el momento de que todos agrupemos esfuerzos para poder ayudar a la gente».

No se sabe si Dios la estaba escuchando, porque para cuando abandonamos el aeropuerto sus medicinas no habían aparecido, pero su risa la guió hasta un desesperado que hablaba «en cristiano» y que casualmente tenía una tía en su misma orden.

«Nada, no hay manera»

Si Sor Gladis vagaba perdida entre el caos internacional, el doctor Alberto Sosa se topaba frustrado con toda la burocracia del mundo. «Estoy parado porque no puedo operar, no tengo con qué. Tenemos 50 ó 60 niños esperando, si no lo hacemos hoy muchos se morirán. Ayer perdimos a cuatro».

El cirujano ortopédico había acudido al aeropuerto en busca de antibióticos, tornillos, placas, perforadores y esterilizadores con los que devolver la vida al quirófano en el que hacían cola los que se resignaban a la gangrena después de una larga espera con heridas abiertas desde hacía ocho días. «Nada, no hay manera, esto es un desastre», recitaba en su peregrinar de oficial en oficial.

«El problema es que ha llegado mucha ayuda internacional pero han hecho sus campamentos en vez de repartirla por los hospitales locales, que es donde va la gente. Para reanimación tenemos que mandar a los operados a tostarse en el aparcamiento. Tenemos allí a más de 200 enfermos sin agua ni comida. ¿Voy a tener que ir a Miami a comprar medicinas?».

Los propios haitianos no tienen tanta fe en la eficacia estadounidense, sino en su mano dura. «Son más estrictos con los bandidos, no tienen miedo a usar sus fusiles como la Minustah (fuerzas de la ONU en Haití), y logran que los bandidos se queden en sus guaridas. Al menos en el 94 lo hicieron», nos cuenta Alessandra Maxon.

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