Saltivka, la vida en el infierno
Los residentes del barrio de Járkov más machacado por los bombardeos rusos, subsisten entre ruinas durmiendo en sótanos y cocinando con troncos en patios comunes, sin electricidad, gas ni agua corriente desde hace tres meses. Los bombardeos se han reducido pero no han cesado y no tienen cómo pagarse la huída
Mónica G. Prieto
La furgoneta blanca ametrallada con la leyenda en rojo «Atención, prohibido el paso a civiles y coches» no disuade a Alexander Vorkun ni a sus vecinos. No tienen más remedio que atravesar la autopista cada día para acudir al supermercado cercano donde ... antes trabajaban reponiendo mercancías y ahora hacen labores de desescombro, tras el bombardeo que lo convirtió en ruinas. El retumbar de la artillería tampoco les perturba. «Ahora está más calmado que otros días. Habitualmente es constante, día y noche, pero me temo que esta noche se va a complicar. La Policía acaba de pasar para pedirnos que nos marchemos porque el barrio no es seguro», explica Alexander , que prefiere ser llamado Sacha, con una mueca irónica. «Lleva sin ser seguro desde febrero, y por momentos se pone peor. Hace un rato, vimos pasar una columna de tanques ucranianos en dirección a Tishky y eso es mala señal», continúa girando su cabeza en dirección a los disparos.
Tishky llevaba literalmente en llamas desde primera hora de la mañana. Unas cuatro horas antes de nuestro encuentro, las columnas de denso humo negro se alzaban sobre la aldea cuyo acceso había sido vetado por los militares y donde se libraban intensos combates de artillería . La carretera sólo era recorrida por furgonetas con soldados aferrados a sus armas. En el último puesto de control, una ambulancia esperaba recibir víctimas del frente. Pero en pleno frente, en la vecina Tsirkuny, apenas a cinco kilómetros de distancia, Volodimir, de 76 años , parecía ser el único ser vivo en una localidad que llegó a tener 10.000 habitantes antes de la guerra y que hoy tiene menos de un centenar.
«Todo el mundo se ha ido. Es una ciudad fantasma», dice recorriendo con la mirada un paisaje que no requiere muchas explicaciones. La fachada del edificio municipal ha quedado acribillada, como cada casa del entorno donde los techos se han venido abajo. En la entrada al pueblo, un coche destrozado con una Z pintada en blanco recuerda una ocupación que sólo acabó hace días y que amenaza con regresar, a juzgar por las explosiones cercanas.
«No queda ni una casa intacta. Los rusos mantienen sus posiciones en Borshova y desde allí nos bombardean todo el tiempo», prosigue el anciano sentado en un banco azul cuyo respaldo yace tronchado. Volodimir sobrevive, como el resto de los contados vecinos que no han abandonado el lugar, sin agua, luz ni gas desde el 24 de febrero. Se marchó cuando los rusos ocuparon el pueblo y regresó más de dos meses después, atraído por una liberación que no le libra de las continuas explosiones, de la soledad ni del miedo cerval a la guerra. «Esto no es normal, no lo es», dice hablando consigo mismo. «Mire cómo está todo. Nunca en mi vida había visto Tishky así. Nos sentimos como criminales en una jaula , no podemos avanzar ni retroceder. Ya no sabemos a dónde ir», continúa con desolación.
Olor a cadáver
Es el mismo desamparo que se respira en Saltivka , a sólo cinco kilómetros del frente donde el anciano Volodimir sobrevive contra todo pronóstico, donde la vida es también una pesadilla desde que Rusia lanzara su invasión. Solo que Saltivka está en Járkov, capital intelectual de Ucrania, en plena autopista hacia la localidad rusa de Bolgorado - la frontera está a 35 kilómetros- y es objetivo directo de la artillería rusa de forma constante e incesante que reduce el barrio a una sucesión de edificios desventrados e incinerados, montañas de escombros y un persistente olor a cadáver en ciertas zonas que confirma la presencia de cuerpos entre los escombros.
El pasado marzo, cuando ABC visitó por primera vez esta barriada residencial, la calle Lesia Seriduka era pasto de las llamas. Los concesionarios de coches de lujo que surgen de ambos lados están reventados, todos los negocios que podían arder ya se han consumido . Los inmuebles de viviendas, altas torres de edificios, lucen del color del carbón con agujeros que parecen bocados . Los cráteres y los restos de misiles aún incrustados en la carretera hacen de la conducción un desafío.
Sacha me guía hasta llegar a su patio de vecinos, donde quiere que conozca a su familia circunstancial formada por Lubab , una ex compañera del supermercado que resultó ser vecina de bloque, el hijo de ésta, Eduard, encargado de cortar madera con un hacha y mantener la lumbre donde hierve patatas con hierbas y agua para poder beber, y Viacheslav, otro vecino dejado atrás por las evacuaciones. Los otros cuatro residentes de su bloque han ido a buscar agua a un manantial cercano. «Se supone que habían arreglado el suministro de agua, pero cuando abrimos el grifo sólo sale lodo», explica Sacha, quien cada día camina kilómetro y medio para cargar los teléfonos móviles y así poder comunicar con sus familias.
«Nos sentimos ratones entre dos gatos: tenemos las posiciones rusas detrás y las ucranianas, delante», explica Eduard mientras retumban las bombas
Sacha explica que ha perdido 23 kilos desde que comenzó la guerra por el estrés y la falta de alimentos
«En realidad éramos 17, pero nueve se han marchado en las últimas semanas, así que quedamos ocho», explica el hombre, quien con una deferencia enternecedora ofrece agua procedente del arroyo, hervida en una tetera ennegrecida, en una delicada taza de porcelana. Parece un milagro que la taza esté intacta . «Llevamos un mes sin recibir ayuda humanitaria. El Gobierno actúa como si ya hubiera acabado todo», lamenta Lubab mientras las bombas retumban en las proximidades, interrumpiendo la conversación. «En realidad, tenemos las posiciones ucranianas delante y las rusas detrás. Unos disparan, otros responden y nosotros estamos en medio. Nos sentimos pequeños ratones entre dos gatos» , apostilla Eduard.
La sensación de orfandad es lacerante . «En cada bloque de viviendas hay una pequeña familia como nosotros. La mayoría se ha marchado, pero no tenemos a dónde ir ni con quién», dice Lubab, que no está dispuesta a abandonar a su hijo. Los hombres ucranianos, salvo circunstancias excepcionales, no pueden salir del país mientras funcione la ley marcial por si deben ser movilizados, pero aquéllos que como Eduard, Viacheslav o Sacha no han sido llamados a filas ni tienen medios para subsistir se ven condenados a vivir bajo las bombas. «Nos han abandonado. Mire cómo vivimos, esto es como Mariupol», interviene Lubab, que como el resto no para de fumar. «Nos da demasiado miedo salir de este patio, así que pasamos el día aquí y cuando arrecian los bombardeos, nos metemos en el sótano».
«La metralla le mató cuando iba a comer»
Lubab me guía por su nueva residencia, que ni siquiera merece ser llamada sótano. Se trata de los bajos del edificio, donde las canalizaciones cubiertas de trapo recorren unas dependencias donde hay que caminar agachado y donde el suelo es pura tierra. En la entrada, latas que otros vecinos han llevado y que no sacia el hambre. Sacha explica que ha perdido 23 kilos desde que comenzó la guerra por el estrés y la falta de alimentos. En la sala más recóndita, varios colchones sobre tablas hacen las veces de cama para el grupo. «Es lo más parecido a un refugio que tenemos» , lamenta la mujer.
En el bloque no queda ni una ventana intacta -«nos han caído ya tres proyectiles que hicieron temblar todo el edificio», explica Viacheslav-, pero el apartamento del primer piso, justo detrás de las mesas de picnic y las sillas reparadas donde se fuman las horas, está chapado con tablas de madera. «Hace dos meses, una bomba mató al vecino del primero. No nos dimos cuenta hasta que el olor nos advirtió. Llamamos a la policía y lo encontraron muerto, sentado frente a su mesa de la cocina , con las moscas cubriendo su cuerpo. Un trozo de metralla le había matado cuando iba a comer», explica Lubab. «Pero mira: estas esquirlas las encontré en mi apartamento. Si yo hubiera estado allí en ese momento, también estaría muerto», dice Eduard mostrando cuatro retorcidos trozos de metal en su mano.
Sacha se levanta con expresión resignada. «Vamos a dar un paseo, quiero enseñarte esta pesadilla», sugiere sin estridencias. Comienza a caminar con parsimonia, señalando aquí y allá en tono didáctico. «Los árboles nos protegen, porque suelen llevarse lo peor de los impactos », dice apuntando a troncos seccionados por la metralla que obstaculizan el paso. «Esta era la escuela», dice señalando un alargado edificio con incontables boquetes: al menos cuento seis cráteres en el patio, la cancha de baloncesto y el campo de fútbol, por no hablar de los muros reventados por las bombas. «Y esa es la estación eléctrica, fue la primera en ser atacada», dice señalando una instalación ennegrecida donde no queda un sólo vidrio en pie. Más allá, los inmuebles residenciales de lo que fue un barrio de clase trabajadora «sin industrias ni contaminación, con todo ese parque a nuestra disposición», explica Sacha señalando el gigantesco espacio verde que confunde el tiro de los proyectiles, se tornan de un negro espeso e inquietante.
Paso triste
En los siguientes números de la calle Metrobudivnykiv, la destrucción es simplemente sobrecogedora. En el 8, una sección completa de un edificio se ha venido abajo por las bombas. La nube de moscas y el olor a morgue no cohíben a Sacha, que avanza con paso triste, arrastrando los pies, ni a los dos hombres que rebuscan metal para revender entre los escombros. Casi les avergüenza ser descubiertos. «Nadie va a usar esto, y de algo tenemos que vivir », se disculpan. Les pregunto cuánta gente murió en ese edificio. «Nos dijeron que 30 personas, pero no tenemos modo de saberlo», dice. « Nadie ha venido a buscarlos », añaden encogiéndose de hombros.
De buena mañana, el fiscal civil Oleksandr Ilyenkov y su ayudante Maxim Klimovets ya confirmaban que quedan muchos cadáveres enterrados entre los escombros por toda la ciudad de Járkov. «Es un reto porque no hay personal suficiente para supervisar todos los edificios derrumbados ni hay medios para desescombrar los inmuebles y sacar los restos humanos», explicaba Ilyenkov. «Hay que contar también con que no es seguro hacerlo porque siguen bombardeando determinados barrios de la ciudad, como Saltivka, y no podemos exponer vidas para rescatar a personas que ya han fallecido», apuntaba.
«Hoy subí a mi apartamento y tratando de limpiar me encontré una bomba sin detonar. Y, el otro día, en otro, hallé dos más», dice el único habitante de un inmueble agujerado
«He llamado al Ayuntamiento para que las desactiven, pero a ver cómo llegan», explica con una parsimonia asombrosa
Dos bloques más allá, una figura imponente se ríe ante mi comentario. «¿Cómo van a venir a sacarlos? ¿Cómo podrían llegar hasta aquí si los boquetes impiden la circulación de coches?», se pregunta Serhii , perfectamente afeitado, de mono amarillo chillón sobre una camiseta azul impoluta -los colores de la bandera ucraniana- tras soltar la pala con la que arrastra vidrios provocando un sonoro estruendo para limpiar su calle. Serhii es el único residente de su bloque , lo cual no es extraño. Los pisos superiores están carbonizados y no queda ni un marco ni una ventana en pie, como le ocurre al resto del barrio. «Hoy subí a mi apartamento, en el octavo piso, y tratando de limpiar me encontré una bomba sin detonar. Y en el noveno, el otro día encontré dos más sin explotar. He llamado al Ayuntamiento para que las desactiven, pero a ver cómo llegan», dice el hombre con una parsimonia asombrosa.
El Ayuntamiento estima que más de 3.000 edificios residenciales han resultado dañados por la guerra en todo Járkov, de los cuales 500 están completamente destruidos, y ese parece ser el caso del bloque donde aún reside Serhii, obrero de 47 años y el único vecino del edificio. «No me tenga lástima, yo estoy bien. En el siguiente bloque hay otro vecino y nos hacemos compañía, él es quien suele cocinar con ramas que recoge del parque, entre los columpios», dice.
¿Y el olor a cadáver? ¿las infecciones, la falta de agua, luz o gas? «Si pensamos en eso, nos volvemos locos, si nos quedamos en el sótano, nos volvemos locos. Así es que es mejor lidiar con lo que hay», explica Serhii
Cuenta que durante un tiempo se fue a un lugar más seguro, «cuando bombardearon con un calibre más grande, pero ahora que caen proyectiles más pequeños prefiero quedarme porque alguien tiene que limpiar todo esto», dice señalando uno de los muchos cráteres que horadan la calle como si fuera un queso gruyere : pueden alcanzar tres metros de diámetro. ¿Y el olor a cadáver? ¿Y las infecciones, y la falta de agua, luz o gas? «Pero si huele todo así desde hace semanas», dice con un chasquido, quitándole hierro. «Si pensamos en eso, nos volvemos locos. Si nos quedamos en el sótano, nos volvemos locos. Así que es mejor lidiar con lo que hay».
Ucrania, transformada en Gaza lentamente
Sacha dice que el olor tiene nombre y apellidos , y que a las víctimas de las bombas hay que sumar aquellos ancianos «que no podían marcharse y que deben haber muerto de enfermedad, hambre o puro miedo sin que nos hayamos enterado». De regreso me habla de su familia, refugiada en Suiza, mujer, una hija de 30 años a la que concibió siendo una adolescente y otra de 15. Sonríe orgulloso recordando cómo la pequeña ha aprobado el curso pese a no saber el idioma y estar recién llegada al país. Le pregunto qué le cuenta a su familia cuando les llama. «La verdad. Sólo les cuento la verdad, lo mismo que te he contado a ti. Les cuento que esto es un infierno y que no reconocerían el barrio» . No puede mentirles, aunque sincerarse implique asumir que Ucrania está siendo lentamente transformada en Gaza.
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