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Miedo en «Kilo Siete»

«Tengo miedo, mucho miedo», dijo, mientras sus manos temblorosas trataban de aferrarse al madero que servía de asiento. Esta frase de Manuel Salvia Tomás, preso conmigo, me recordó aquella que dijera

González Raga, a su llegada a Madrid el pasado 17 de febrero

«Tengo miedo, mucho miedo», dijo, mientras sus manos temblorosas trataban de aferrarse al madero que servía de asiento. Esta frase de Manuel Salvia Tomás, preso conmigo, me recordó aquella que dijera el escritor cubano, Virgilio Piñera. La del poeta fue dicha en un contexto más humano. Piñera tenía miedo por lo que pudiera pasar. Salvia Tomás tiene miedo por lo que está pasando ahora. Aquí, en esta prisión cubana.

Lo fueron a buscar al destacamento, creo que es el diez, en la planta alta. Dejaron de servir el almuerzo, y toda la guarnición participó del festín. Yo no vi lo que ocurrió en la planta alta. Pero lo que vi cuando lo bajaron entre bastonazos y patadas es suficiente. Llevo muchos años preso y he visto muchas cosas, pero nada tan impactante como ésta por su crueldad. Yo he llorado poco. Estos años me endurecieron el alma y me secaron el sentimiento. No sé si de impotencia o de rabia, pero me eché a llorar cuando estuve lejos, cuando ellos no me veían.

Me dice uno de los pocos testigos presenciales que la víctima es Roberto Esquivel González, objeto de la golpiza ofrecida por funcionarios de orden interior, comandados por el teniente Didier Fundadora Pérez, jefe de este departamento en la Prisión Provincial de Kilo Siete en esta ciudad de Camagüey. Kilo Siete. No Abu Graib ni Base Naval de Guantánamo. No sé si Roberto sobrevive. Se lo llevaron a Kilo Ocho. Pero la verdad se sabrá si sobrevive, porque lo sucedido tiene más de un testigo esta vez. Uno confiesa tener miedo, y otro pedía a un oficial de la delegación provincial del Mint-Int, que visitaba ese día la prisión, que tomara sus nombres porque corrían riesgo después de haberse atrevido a contar lo que pasó.

«Mátalo, Primelles, que me cortó», arengaba el oficial al jefe de pelotón, después de recibir sendas heridas en la cara y en la pierna que hubo que suturar, y que le hizo Esquivel González con una cuchilla de afeitar que cargaba al momento de la trifulca. La descarga fue tremenda. Seis hombres dejaban todas sus frustraciones en el recluso, que sólo alcanzó a decir, «¡Ay, mi madre, me matan!», antes de perder el conocimiento. Fundora Pérez, tomándolo por la camisa, lo incorporó hasta sentarlo. Cuando comprobó que no reaccionaba lo soltó, y él, inerme, se desplomó golpeando con su cabeza y todo el peso de su cuerpo el frío piso de granito gris. Los demás lo arrastraron por el pasillo hasta las celdas, al tiempo que volvía en sí. Inconformes con la cantidad de dolor ofrecida, volvieron a descargar su ira contra un hombre moribundo. Esta vez los golpes fueron con las empuñaduras de sus tonfas. Es como si te golpearan con un martillo. Esto afirma Salvia Tomás, con sus ojos anunciando lágrimas, y agrega que ya no podrá olvidar estas imágenes. Primelles, el jefe del pelotón, lo encerró en las celdas y se negaba a sacarle de ahí, a pesar de los requerimientos de Ovidio Borges Pupo, que ese día fungía como oficial de guardia superior. Ovidio Borges había sido mi reeducador -así lo llaman- en el destacamento 14. Pedroso, otro funcionario, le dio una patada en el pecho que lo impactó contra el piso. Eran bestias. Estaban fuera de control. Es increíble lo que el ser humano llega a alienarse.

Yo podría aceptar que lo golpearan para reducirlo a la obediencia, pero está tan cerca del crimen que no puedo callarlo aunque ponga en riesgo mi propia vida. Yo vi cuando se lo llevaron. Sangraba por la boca, la cabeza le sangraba y la tenía hinchada al punto que el médico que vino a verle lo remitió con urgencia al hospital. Carmenate ayudó a montarlo, dice que iba lleno de moratones, que tenía las manos inflamadas. He estado averiguando, pero nadie parece saber o quiere saber nada.

El jefe de unidad, Filiberto Hernández Luis, y su segundo, el capitán Yuri Alonso Olazábal, estaban aquí en el momento del episodio. Yuri me vio observando el espectáculo. Ellos lavaban sus herramientas y sus ropas, me miraron, y pude ver en sus ojos el odio enfermizo que los coloca en el nivel más bajo de la escala humana. Y sentí pena, pena por ellos, porque sé que algún día se sabrá toda esta historia de dolor y muerte que se oculta tras los muros de las prisiones cubanas, adonde nunca ha llegado un reportero o una cámara fotográfica, adonde los periodistas solo vienen cuando vienen presos.

Este pasaje mal narrado es una historia real que ocurrió en esa prisión de Camagüey, una de tantas historias que deja el sabor de la indefensión y la indiferencia. Ante este panorama sombrío, Virgilio Piñera, donde quiera que estés, debes saber que yo también tengo miedo, mucho miedo.

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