Aleksánder Lukashenko, el dictador que convierte en arma a los inmigrantes
Presidente de Bielorrusia desde 1994, no oculta que su modelo es el comunista y se resiste a dejar el poder. Para hostigar a Europa ha convertido su país en territorio franco para la inmigración ilegal de Oriente Próximo y Asia
Alexánder Lukashenko, que cumplirá 67 años el lunes 30 de agosto y ejerció como profesor de historia e ingeniero agrónomo, es hoy día el dirigente europeo que más tiempo lleva en el poder. Como forma de chantaje y venganza por las sanciones, se dedica actualmente a azuzar a la Unión Europea (UE), propiciando la entrada desde Bielorrusia de inmigrantes ilegales procedentes de Oriente Próximo y Asia Central.
Polonia y las tres repúblicas bálticas le acusan de perpetrar un «ataque híbrido» contra sus fronteras con un claro objetivo «desestabilizador». Lukashenko advirtió el lunes que «es absolutamente seguro que los afganos se sumarán a los flujos procedentes de países destruidos como Siria, Irak o Libia. En realidad ya lo han hecho y, si terminan yendo hacia el oeste, irán y volarán a través de nuestro país».
Modelo soviético
Este gobernante totalitario se hizo con la presidencia de Bielorrusia en 1994 bajo la bandera de la lucha contra la corrupción, las privatizaciones salvajes, los manejos de los oligarcas y un modelo de capitalismo que empezaba a ser impopular. Consciente de que la población bielorrusa, al igual que en Rusia y en otras antiguas repúblicas soviéticas, había visto caer por incapacidad e inanición el régimen comunista hacía tan sólo dos años y medio, no se atrevió a preconizar abiertamente la reinstauración de un sistema caduco.
Pero igual lo hizo en muchos aspectos, pese a que lo disfrazó con la apariencia de «modernización del socialismo». En mitad de la actual ola internacional de repudio a sus métodos represivos, Lukashenko se justifica asegurando que todo lo que hace es para evitar que su país se desmorone. Se presenta como el creador del actual Estado y está convencido que su misión consiste en preservarlo a cualquier precio.
A este respecto, no oculta que su modelo de estado es el comunista soviético, incluso en los símbolos. Cambió la bandera de la Bielorrusia independiente por la roja que tenía como república federada soviética y mantuvo el nombre del KGB para los servicios secretos. Durante una rueda de prensa que ofreció en octubre de 2012, dijo que «Lenin creó un estado y Stalin lo reforzó», como si la Rusia de los zares careciera de estado, y añadió: «Yo estoy todavía lejos de Lenin y Stalin, me queda mucho que andar para ponerme a la altura de ellos», dejando claro quiénes son sus ídolos.
Dos años antes, en diciembre de 2010, admitió que conservaba «en el armario» el carné del Partido Comunista. «No he cambiado de partido ni lo haré», afirmó, pese a que, tras la desintegración de la URSS, nunca se presentó formalmente como candidato comunista. «He crecido en el seno del sistema soviético (...) me bastaba para vivir», señaló en otra comparecencia de octubre de 2013.
Su ingreso en el PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética) se produjo en 1979. En marzo de 1990, logró escaño en el Sóviet Supremo de la república (Parlamento). Fue uno de los pocos diputados que votaron en contra de que Bielorrusia dejase de formar parte de la moribunda Unión Soviética. Después consiguió ser puesto al frente de un comité parlamentario de lucha contra la corrupción, puesto que le hizo ganar popularidad y que utilizó como trampolín para su carrera política.
Lukashenko simpatizaba con la corriente procomunista, mayoritaria en el Parlamento ruso, que intentó sin éxito destituir al presidente Borís Yeltsin en 1993. Aquella crisis empujó a Yeltsin a disolver la Cámara, lo que condujo a un enfrentamiento armado entre las unidades militares y de voluntarios leales a los diputados y la parte del Ejército que se puso del lado de Kremlin, que fue la decisiva.
El momento álgido del pulso, que se resolvió a favor de Yeltsin, se produjo en octubre de 1993. Hubo muertos y heridos en ambos bandos. El edificio del Parlamento ruso acabó bombardeado y su parte superior incendiada. La cúpula del órgano legislativo, con su presidente, Ruslán Jasbulátov, a la cabeza, y el vicepresidente del país, Alexánder Rutskói, fue encarcelada.
Así que Lukashenko, viendo la experiencia rusa, se agazapó, preparó con sigilo su asalto al poder y venció en los comicios presidenciales de 1994 con la promesa de restablecer las dotaciones y ventajas sociales que estuvieron vigentes en la Unión Soviética. Su programa filosoviético incluía también la unión con Rusia, idea entonces muy popular entre los bielorrusos.
La empobrecida población estaba cansada de tanta corrupción y Lukashenko aprovechó el tirón para presentarse como el salvador que recuperaría las viejas esencias soviéticas, las cosas que consideraba positivas de aquel régimen como la educación y la medicina gratuitas, la estatalización de la economía y explotar al máximo el potencial agrario del país. Y logró así desplazar a su predecesor, Stanislav Shushkévich, uno de los artífices del acta que acabó con la URSS.
Economía planificada
Instauró un modelo económico basado en el sistema de planificación propio de la era comunista y utilizó el señuelo de la unión con Rusia para conseguir carburantes a precios subvencionados. Bielorrusia se convirtió así en el principal productor de artículos de consumo de bajo precio para un gran número de regiones rusas, cuyos habitantes carecían de poder adquisitivo para comprar lo que llegaba de la UE. Tal esquema económico logró mantener durante algún tiempo un relativo nivel de bienestar entre la población.
En lo político, sin embargo, las cosas fueron a peor para la democracia y las libertades, situación ante la que la oposición parlamentaria se movilizó y estuvo cerca de alcanzar la mayoría. Lukashenko respondió con un referéndum constitucional, celebrado en 1996 sin contar con el beneplácito de la Cámara, con el propósito de reforzar sus poderes e iniciar así el camino hacia la destrucción de sus oponentes, que eran proeuropeos y partidarios de enterrar de una vez por todas todo vestigio del antiguo régimen soviético.
Aquel choque con la oposición hizo recordar lo que sucedió en Rusia en 1993, pero el dictador bielorruso siempre ha subrayado que, en su caso y a diferencia de Yeltsin, solventó la crisis sin derramamiento de sangre. Otra diferencia fue que el triunfo de Yeltsin sobre sus adversarios fue algo más en provecho de la democracia, al menos hasta que llegó al Kremlin Vladímir Putin, mientras que el aplastamiento de los antagonistas de Lukashenko sumió al país en una dictadura.
Y es que, tras los cambios constitucionales, consiguió convertir el Parlamento en un apéndice de su poder personal. Actuó, ya desde el principio, con brutal crueldad contra quienes en la clandestinidad intentaban conspirar contra él. Una nueva vuelta de tuerca para perpetuarse en el poder fue el referéndum celebrado en octubre de 2004, con el que logró eliminar la limitación de mandatos presidenciales.
Desde aquel momento dirige la república con mano de hierro. Hace tiempo que en Bielorrusia las libertades y el pluralismo brillan por su ausencia. Las elecciones hace mucho que dejaron de ser limpias y democráticas mientras los derechos de reunión y manifestación no existen. La represión, encarcelamientos y hasta los asesinatos de opositores viene también de lejos.
Sanciones y declive
No obstante, Lukashenko se vio por primera vez seriamente contra la cuerdas tras el pucherazo que orquestó en las elecciones presidenciales de diciembre de 2010 y la brutal persecución desatada contra las protestas que estallaron en su contra. Un aluvión de sanciones internacionales se unió al declive de su modelo económico neosoviético.
Rusia además se resistía a seguir vendiendo a su vecino gas y petróleo baratos mientras el sátrapa dilapidaba el presupuesto estatal subiendo los salarios a los funcionarios y las pensiones en la víspera de los comicios. Por si no fuera suficiente, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo advirtieron que no concederían más créditos mientras no se pusiera fin a la economía planificada e introdujeran reformas.
El dictador achacaba todo, no a su desastrosa gestión de la economía, cuyo precedente más claro de ineficiencia había sido la URSS, sino a la campaña de «desestabilización» lanzada supuestamente desde Occidente, una de sus principales obsesiones, idéntica a la que padecían los jerarcas comunistas en los tiempos de la Guerra Fría. Al final, Moscú salió al rescate y concedió a Minsk más créditos, pero a cambio de que las privatizaciones se hicieran en favor de empresas estatales rusas.
Putin exigía cada vez más contrapartidas a Lukashenko y éste no quería dar su brazo a torcer, menos aún que los oligarcas rusos aparecieran en sus dominios y empezaran a mangonearlo todo. La cerrazón del autócrata neoestalinista provocó dentro del Gobierno ruso la proliferación de partidarios de dejar de subsidiar la economía bielorrusa, a menos que cediera. Y no lo hizo.
La amenaza de que Bielorrusia tuviera que pagar el gas y el petróleo al mismo precio que Polonia o las repúblicas bálticas, animaron a Lukashenko a tratar de soltar amarras con Rusia e iniciar un acercamiento a la UE y Estados Unidos. Excarceló a algunos disidentes, le fueron levantadas gran parte de las sanciones, apadrinó varios procesos de paz de la OSCE, entre ellos acuerdos relativos al este de Ucrania o Nagorno Karabaj.
Un hito en el restablecimiento de las relaciones entre Bielorrusia y Occidente fue la visita a Minsk, el 1 de febrero de 2020, del entonces secretario de Estado norteamericano, Mike Pompeo, el más alto funcionario de EE.UU. en pisar suelo bielorruso en más de un cuarto de siglo. Le prometió a Lukashenko cubrir «el cien por cien» de la demanda de petróleo «a precios competitivos».
«Confiamos en nuestra capacidad de realizar, juntos, avances reales en todas las dimensiones de nuestra relación», declaró Pompeo al ser recibido por el presidente bielorruso. Preguntado por el escaso respeto de Lukashenko a los derechos humanos, Pompeo dijo que Minsk está llevando a cabo «avances reales».
Ola de protestas
Pero todo se fue al traste seis meses después, cuando el autócrata bielorruso falsificó los resultados de unas elecciones que ganó realmente Svetlana Tijanóvskaya. Provocó una ola de protestas que duraron meses y la terminó aplastando a base de encarcelamientos, asesinatos, deportaciones y huidas a otros países de muchos de los líderes de la revuelta. Putin ha aprovechado para acogerle nuevamente en su seno , aunque ambos siguen manteniendo un combate cuerpo a cuerpo.
El primero por evitar una dependencia excesiva del Kremlin y mantener buenos precios de los carburantes mientras que el segundo no renuncia a convertir Bielorrusia en una nueva provincia de su imperio. Putin también quiere que Lukashenko reconozca que Crimea es rusa.
Otros tics soviéticos del dirigente bielorruso es vestir uniformes militares y creer que el líder de una nación debe estar al mando hasta la muerte, como todos los secretarios generales del PCUS, salvo Nikita Kruschev y Mijáil Gorbachov, personajes ambos que detesta. Él llevaba camino de cumplir la tradición, pero la presión popular y los consejos de Putin le han convencido de que debe modificar la Constitución, convocar elecciones presidenciales e irse. Lukashenko promete que lo hará y, durante su rueda de prensa anual reiteró tal propósito. Admitió, sin embargo, que lo que más le preocupa es quién será su sucesor, que sin ninguna duda designará él. Dijo que tiene varios candidatos en mente, pero podría suceder que al final no se fíe de nadie y decida, después de seis mandatos seguidos que lleva en el poder, continuar al frente del país, si nada ni nadie se lo impide.