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Se llevó la verdad a la tumba

Desde que Alan García ganó la Presidencia en 1985 todos los presidentes han acabado en prisión o están prófugos

Ramón Pérez-Maura

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Aquel lunes, 14 de enero de 2008, la mesa del despacho de la Presidencia de la República estaba llena de papeles en un desorden que, bien mirado, probablemente era bastante ordenado. Todo en el titular de la máxima magistratura del Perú era aparentemente contradictorio. Alan García estaba en su segundo período presidencial. Cuando terminó el primero, en julio de 1990, el presidente de Estados Unidos era George Bush padre. Tras cinco años de políticas de izquierda radical, dejó tras de sí un Perú arruinado y fértil para dar el poder a un populista como Alberto Fujimori. García volvió a la Presidencia en julio de 2006. En Estados Unidos mandaba George Bush hijo. El segundo García tenía poco que ver con el primero. Se seguía diciendo de izquierdas, pero sus políticas era abiertamente liberales.

Tenía de jefe de protocolo a Carlos Pareja Ríos, antiguo embajador en Madrid, que había facilitado aquella entrevista a ABC, con motivo de la visita oficial a España que comenzaba una semana después. La conversación fue larga y fluida. Era un buen conocedor de la política española y rápidamente citó discursos e intervenciones parlamentarias de don Antonio Maura con claro afán seductor. Y acabó confesando sin tapujos que para él el mejor orador político español había sido ¡José António Primo de Rivera! Pero la mayoría de las cosas que decía estaban plenas de sentido común y nada gustarían a la izquierda populista actual. Como cuando al preguntarle por el incidente entre el Rey y Hugo Chávez en la Cumbre Iberoamericana de Chile, él respondía «Yo llamé al Rey para decirle “muy bien lo que has hecho, hay que poner un poco de orden y que dejemos de gritarnos y recriminar cosas”. Que si tú hiciste la conquista… ¡Por Dios! Si nos vamos a quejar de cosas ocurridas hace quinientos años…» Se lo podía decir a AMLO…

Éste era el Alan García que el pasado miércoles se suicidó. Es difícil entender qué pasa por la mente de un hombre cuando decide tomar su vida. Probablemente la deshonra de verse encarcelado influyera, pero ese es un club extremadamente concurrido en el Perú contemporáneo. El primer sucesor de García, Fujimori, penó años de cárcel; a éste lo sucedió el presidente de transición Valentín Paniagua, que sólo ocupó el cargo un año y falleció libre de toda acusación. Tras él llegó Alejandro Toledo, hoy prófugo de la justicia. Tras Toledo volvió Alan García al que sucedió Ollanta Humala, que ya ha pasado por prisión por casos de corrupción y tras él Pedro Pablo Kuczynski que en estos días está detenido. Es decir, desde que Alan García ganó la Presidencia en 1985 todos los presidentes han acabado en prisión o están prófugos con la única excepción del actual, Vizcarra y el de transición, Paniagua.

Es verdad que el mal de muchos es un consuelo de tontos. Pero debe consolar bastante. Por eso me cuesta tanto entender que García se suicidara por entrar en la misma categoría que todos los presidentes de su tiempo. Él murió diciendo que no se había presentado una sola prueba en su contra. Y la acusación de que Odebrecht le había pagado 100.000 dólares por una conferencia que dio en Brasil difícilmente es un ejemplo de corrupción. Pero García se llevó la verdad a la tumba.

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