Ted Kennedy: El último de la dinastía
Tenaz y contradictorio, el senador Ted Kennedy fue un hombre nacido por y para la política en el seno de un clan familiar indisociable
Los antiguos, que conocían la vida mejor que nosotros, posiblemente porque no les separaba de ella todos los artilugios tecnológicos que nosotros le hemos echado encima, decían que los héroes tenían que morir jóvenes. La razón era tan sencilla como humana: de haberse hecho viejos, ... hubieran acumulado suficientes errores y villanías para no merecer tal título. Edward Kennedy llegó a los 77 años, más del doble que su hermano mayor, Joe, y casi tanto como los dos que le seguían, Jack y Bob. Cuando se comparan sus últimas imágenes, grueso y torpón, con las de sus hermanos, se da uno cuenta de que el tiempo no perdona, y que si Joe, caído en la Segunda Guerra Mundial, Jack, asesinado durante su primer mandato presidencial y Bob, asesinado también durante su campaña por la presidencia, han quedado para siempre en la memoria e imaginación de los pueblos como símbolos de la juventud, la audacia y la apostura, Ted ha tenido que contentarse con acabar su carrera como el «senior senador por Massachussets», el feudo político del clan, y eso, porque el nombre y la deuda que el pueblo norteamericano creía tener con su familia le libraron de acabarla ignominiosamente.
Carácter y destino
¡Y miren que lo tenía fácil! Recuerdo que tras el asesinato de Bob, se produjo un movimiento de costa a costa para que tomase el testigo. Pero él prefirió reservarse para mejor ocasión. Las «primarias» estaban prácticamente acabadas y él no se había presentado a ninguna, lo que significaba que tendría que acudir a la convención demócrata sin delegados, para enfrentarse al candidato oficial del partido, el vicepresidente Humphrey. Era de suponer que los delegados de Bob le apoyarían en bloque, así como otros, pero la lucha iba a ser a muerte, la apuesta muy arriesgada y él, todavía muy joven, por lo que prefirió esperar. Aparte de que la prudencia aconsejaba que otro resolviese la guerra de Vietnam, que se daba por perdida. Fue como Nixon ganó las elecciones de 1968, contra un partido demócrata completamente dividido y un Ted Kennedy como príncipe esperado.
Pero la espera iba a resultarle fatal. El destino le aguardaba no en la jungla vietnamita, no en la guerra fría que se libraba en Europa, no en los pasillos de Washington, sino en un puente mal señalizado de la isla de Chappaquiddick, próxima al lugar donde los Kennedy pasan el verano. Todo plácido, amable, discreto, como se hacen las cosas en ese refugio de las grandes fortunas norteamericanas. Protagonistas: el joven senador, un grupo de amigos íntimos que formaban el núcleo de lo que sería su equipo electoral, y las secretarias de más confianza del mismo. Después de una barbacoa bien regada de todo tipo de licores, Ted y una de las chicas, Mary Jo Kopechne, desaparecen sin despedirse de nadie. Se van en el coche del senador, que al cruzar el puente, por causas que aún no han sido determinadas, cae al agua. Al día siguiente, una pequeña nota en los periódicos nos informa que el senador Kennedy ha sufrido un accidente, del que ha salido sin mayores daños. Luego, nos enteramos de que en el coche que es sacado del agua había otra persona, ahogada. De que Ted había conseguido escapar por su portezuela; de que regresó a pie al lugar donde seguía la «party»; de que llamó a su primo Joey Gargan para contarle lo ocurrido sin decir nada a los demás; de que volvieron al lugar del accidente; de que ambos se zambulleron varias veces para ver si encontraban algo, sin éxito; que Joey volvió a la fiesta mientras Ted cruzó a nado hasta la otra orilla, alquiló una habitación en el primer motel que encontró, para pasar allí toda la noche sin avisar a nadie.
Cuando todo ello fue saliendo a la luz, nos dimos cuenta de que la carrera política de Ted Kennedy se había acabado. Todas sus excusas —el shock, la confusión, el recuerdo de las tragedias en su familia, el apellido— podían valerle para no ser acusado de un grave delito, abandonar la escena de un accidente, puede incluso que de homicidio involuntario, pero no para evitar su descalificación como potencial presidente norteamericano. «¿Cómo iba a reaccionar si le avisaran que llegaban misiles nucleares soviéticos?», se comentaba, pero no se escribía en los corrillos de Washington.
Hacer presidentes
La tragedia de Chappaquiddick se saldó con un apercibimiento del juez del lugar al senador y una indemnización privada a la familia de Mary Jo, cuya cuantía sigue secreta.
Intentaría una ultima apuesta por la presidencia en 1980, pero ni siquiera consiguió la candidatura democrata, y al darse cuenta de que su camino hacia la Casa Blanca quedaba vallado —bastaría que sus rivales le preguntaran «¿Qué pasó en Chappaquiddick?» para hacerle calla—, Ted se concentró el en Senado, curiosamente en el comité judicial, que ha presidido muchos años, aparte de los temas de salud y educación, donde ha hecho una labor notable. Y si no podía ser presidente, podía ser «president maker», hacedor de presidentes, ya que su poder y prestigio dentro del partido seguían siendo grandes y el tiempo se ha encargado de ir borrando de la memoria del gran público lo ocurrido aquella noche trágica. El último que se ha beneficiado de ello ha sido Barack Obama, que se vio confirmado como candidato demócrata el día que los Kennedy le endosaron.
En el terreno personal, sin embargo, las cosas no han ido tan bien, se diría incluso que han ido francamente mal. El intento de «ceder la antorcha» a la última generación de la familia ha resultado un fracaso múltiple. Ha habido Kennedys congresistas, puede incluso que alguno llegue a senador por Massachussets, cargo que parece pertenecer al clan, pero ninguno ha destacado y, en cambio, son varios los que han tenido problemas con la ley, el más grave, la muerte por sobredosis de David, un hijo de Bob. En cuanto al heredero natural, John F. Jr., el hijo del presidente asesinado, de entrada, nunca mostró mayor interés en la política, como si siguiera las tendencias de su madre más de las que su padre, y por si ello fuera poco, murió en un accidente aéreo, causado más por la tendencia al riesgo de los Kennedy que por la mesura de los Bouvier.
Tampoco Ted ha estado al margen de tales excesos. La bebida, a la que sucumbió también su mujer, llevó al divorcio del matrimonio, y el senador no fue lo que digamos un modelo de padre para sus numerosos sobrinos, como demostró un penoso incidente en Palm Beach, donde unas chicas acusaron de intento de violación a todos ellos, tras una noche de farra. Todo ello pasó factura al senador, cuya salud venía resintiéndose desde hace años, hasta que en el pasado se le diagnosticó el cáncer de cerebro que ha acabado con él. Digno de destacar, sin embargo, es que pese a la dureza del tratamiento y la merma de su capacidad física, no dejó nunca la actividad política, en la línea que se supone de su familia.
Con él acaba una saga en la que hay tanta leyenda como realidad. Los Kennedy no son sólo lo que proclama aquélla, pero los humanos siempre hemos preferido las leyendas a las realidades. A John F. Kennedy le hizo un héroe, un mito y un mártir, su temprana y vil muerte. De no haberse producido, es incluso posible que no hubiera sido reelegido, al menos en aquellos momentos lo tenía difícil, por eso se fue a Dallas, en busca de atraerse un Sur que le daba la espalda. Con Ted ha acabado un cáncer, y los norteamericanos, como el resto del mundo, prefieren recordar, piadosamente, lo bueno de él y olvidar lo penoso. Pero ya dice la cita clásica «Los héroes no mueren en lecho blando».
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