Infierno en la «Ciudad de los Ángeles»
Caos en Bangkok tras el asalto militar al campamento de los “camisas rojas”, que se ha cobrado al menos doce muertos y ha derivado en una orgía de vandalismo y destrucción con 20 grandes edificios quemados
Sangre, fuego, destrucción y caos en Bangkok. Desmereciendo su sobrenombre de «Ciudad de los Ángeles» y la sonrisa genética de sus habitantes, la capital de Tailandia se convirtió ayer en un infierno. El que desató a primera hora de la mañana el asalto del Ejército al campamento ... de tres kilómetros cuadrados que habían levantado en pleno centro urbano los «camisas rojas», los seguidores del ex primer ministro Thaksin Shinawatra que reclamaban la dimisión del Gobierno y la inmediata convocatoria de elecciones.
Nada más amanecer, escuadrones militares armados con fusiles y apoyados por tanquetas tomaron posiciones en la entrada al parque de Lumpini desde el cruce de Silom, donde los manifestantes habían erigido barricadas con cañas de bambú y neumáticos. Tras un intenso tiroteo, los vehículos blindados derribaron la barrera y los soldados pudieron penetrar en el parque para avanzar hacia el corazón del campamento, donde aún permanecían unos 5.000 «camisas rojas».
Agrupados en torno al escenario principal y las carpas donde han estado viviendo, durmiendo y comiendo durante los dos últimos meses, los manifestantes seguían ajenos a lo que se les venía encima mientras coreaban canciones democráticas al son de la música épica que atronaba en los altavoces para enfervorizarlos.
A varios cientos de metros, el Ejército se abría paso lentamente pero a tiro limpio, abatiendo por el camino a seis personas, entre ellas el fotógrafo italiano Fabio Polenghi, y dejando más de una veintena de heridos de bala, entre los que figuran un periodista canadiense, otro holandés y un documentalista americano. Aunque los «camisas rojas», parapetados tras barricadas de neumáticos ardiendo, apenas opusieron resistencia, cuatro soldados resultaron heridos cuando les alcanzaron varias granadas de mano.
A la vista del baño de sangre que se avecinaba, uno de las cabecillas de la protesta, Nattawut Saikuar, subió al escenario del campamento a la una y media de la tarde para anunciar que se entregaba a la Policía. «Sé que esto es inaceptable para algunos de vosotros y no queréis escucharlo, pero no podemos soportar la crueldad de que haya más muertos. Cambiaremos nuestra libertad por vuestra seguridad; por favor, volved a casa», explicó mientras la multitud le aplaudía y vitoreaba para que no se rindiera.
Y a continuación estalló el caos. «Es la segunda vez que nos derrotan», se lamentaba, con lágrimas en los ojos, Yui Kanchanaporn, una secretaria de 28 años mientras recogía su esterilla y seguía a las miles de personas que huían despavoridas hacia una salida segura. En medio de nerviosas estampidas, bandas de incontrolados desoían el mensaje y se entregaban a una orgía de vandalismo y destrucción. Con la toda la rabia de la derrota, destrozaron los escaparates de las boutiques de Louis Vuittion, Loewe, Fendi y Dior que pueblan el centro de Bangkok – cerradas desde que empezó la ocupación a mediados de marzo –, lanzaron bengalas explosivas contra los también clausurados hoteles de lujo Peninsula y Grand Hyatt y quemaron rascacielos como el Central World, que es la mayor galería comercial de Tailandia y pertenece a una de las familias más ricas del país. Los disturbios, además, se propagaron a otras zonas de la ciudad, donde los «camisas rojas» prendieron fuego a la Bolsa y 20 edificios más, entre ellos un cine y la sede del Canal 3 TV, donde un centenar de trabajadores tuvieron que ser evacuados en helicóptero.
Atrapados entre dos fuegos
Con los soldados avanzando por varios flancos hacia el centro del campamento, los manifestantes que querían escapar quedaron atrapados entre dos fuegos en medio de disparos, explosiones y hogueras que devoraban sus carpas y tiendas de campaña y envolvían a la ciudad en apestosas nubes de humo.
Presas del pánico y mirando constantemente a los rascacielos en busca de francotiradores, cientos de personas se refugiaron en el templo de Pratumwanaran, abarrotado de mujeres y ancianos, y en el Hospital de la Policía, adonde llegaba un constante reguero de heridos.
«¿Por qué nos disparan? No tenemos armas y somos gente inocente», protestaba en el templo Moue Siriwan, una dependienta de una tienda de ropa de 43 años que mostraba sus manos vacías. A su lado, decenas de personas acumulaban los escasos enseres que habían podido rescatar, como sus preciados ventiladores y los transistores con los que escuchaban las noticias sobre el fin de la revuelta. A la intemperie y aterrorizadas por los disparos y explosiones que seguían oyéndose al caer la oscuridad, allí se disponían a pasar la noche por el toque de queda impuesto en Bangkok y en 23 de las 76 provincias tailandesas desde las ocho de la tarde (tres de la tarde, hora peninsular española). Aunque se suponía que el templo era un lugar sagrado que los militares iban a respetar, otras seis personas fallecieron en sus inmediaciones al anochecer por el descontrol de la situación.
Justo enfrente del recinto religioso, en el edificio de la comisaría donde se habían atrincherado unos 400 agentes y grupos de comandos especiales, la Policía comparecía ante la Prensa junto a seis de los cabecillas que se habían entregado para informar de que serían interrogados en un centro de detención y, de paso, lucir su triunfo.
Pero afuera continuaba un caos que parecía sacado de una película sobre el fin del mundo. Entre el humo y las llamas, sombras humanas deambulaban como zombis en medio de los restos del campamento, desde cajas de cangrejos desparramadas por el suelo hasta carteles donde, proféticamente, rezaba: «La democracia ha muerto».
A las siete de la tarde (dos de la tarde, hora peninsular), las máquinas excavadoras se apresuraban a retirar con sus palas las cañas de bambú que, justo doce horas antes, habían sido destrozadas por las tanquetas para iniciar el asalto. Una vez más, las armas, la violencia y el maldito dinero de los ricos y poderosos han aplastado con suelas militares la lucha por la democracia de los pobres de Tailandia.
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