La guerrilla de salón de Baader Meinhof
La aburguesada desorientación de la RAF se resume en la confesión de Peter Jürgen Boock, líder de la segunda generación: «No teníamos un objetivo pero creíamos que la propia lucha nos ayudaría a reconocerlo»

RAMIRO VILLAPADIERNA CORRESPONSAL
BERLÍN. El órdago de la Fracción del Ejército Rojo contra la República Federal Alemana, en el tenebroso «Octubre Alemán» de 1977, fue respondido por un jaque mate del canciller Helmut Schmidt que, aún hoy, recuerda como definitivo el líder de la llamada segunda generación: «fracasamos ante la firme posición adoptada por el Gobierno». Peter Jürgen Boock reconoce a Schmidt como vencedor del sangriento desafío; y a «nuestras propias contradicciones» como corresponsables de la derrota de la banda más atrabiliaria pero sugestiva y desestabilizante que ha conocido la Europa de entreguerras.
El fenómeno que generalmente se atribuye a la RAF -Rote Armee Fraktion según el nombre que Ulrike Meinhof copió urgentemente del llamado Ejército Rojo Japonés- es en realidad el de media docena de grupos, empezando por la famosa Banda de Baader y Meinhof y siguiendo por su legataria Fracción del Ejército Rojo (RAF), los herederos del Colectivo Socialista de Pacientes -de un psiquiátrico, por cierto-, los paralelos Movimiento 2 de Junio (B2J) y Células Revolucionarias (RZ), y los más pequeños Tupamaros de Berlín Occidental que en breve se unieron al B2J.
En un momento en que surge la mediatización y teledifusión del terrorismo como principal arma de choque -cuyo cúlmen es el asalto palestino a las Olimpiadas de Múnich- sólo las RZ se sustraen a la tentación mediática de convertirse en póster, pero pese a ser menos conocidos cometieron con el B2J tantos atentados como la genuina RAF.
Acabar con la RFA
Durante los años en que unos y otros derivaron hacia el terrorismo, entre el Berlín del 67, el atentado ultraderechista contra Rudi Dutschke y el París del 68, y hasta su declive con la desaparición de sus líderes en la cárcel en 1977, en total un centenar de estudiantes alemanes, en su mayoría situados, siguieron la proclama de Gudrun Ensslin de que «a la violencia sólo la vence la violencia» y se armaron con el objetivo declarado de acabar con la democracia en la República Federal de Alemania. Dejaron un reguero de 32 asesinatos y ellos mismos sufrieron 20 muertes en sus filas.
El malestar nace 20 años después de la derrota y en un inciso, tanto de la guerra fría, como del milagro económico alemán, pero responde a una preocupación generacional antiburguesa, precedente del Mayo Francés pero ahondada por la desnaturalización de la sociedad alemana tras el nazismo y el ajuste de cuentas entre el olvido interesado y la culpa obsesiva. La nueva generación rechaza además el miedo al Pacto de Varsovia y se manifiesta pidiendo confianza en la Unión Soviética como potencia de paz. Los archivos de la RDA han demostrado que todo ello fue financiado desde Berlín Este, pero esto no inquietaba en absoluto a Baader y Meinhof.
Lo significativo es que todo ello no es mal visto por esta generación bien comida, a caballo entre idealismo, propaganda tercermundista y la euforia de la descolonización. En un delincuente callejero como Andreas Baader, carente hasta de una épica como El Lute, encuentran un Che Guevara, que se mueve con su novia Gudrun Ensslin como si fueran Bonnie&Clyde, y a los que una reputada Ulrike Meinhof ofrece la coartada intelectual. Un 20 por ciento de la población llegó a sentir simpatía por la banda de Baader y Meinhof en un estudio del Instituto Allensbach de 1971. En el norte, un 10 por ciento de jóvenes se dijo dispuesto a acoger en la noche a terroristas si llamaran a su puerta.
Aura mítica
Adquirieron un aura mítica, incluso internacional, y Sartre, Grass, Böll o Fassbinder mostraron su comprensión y el propio fiscal general estadounidense, Ramsey Clark, salió en su defensa frente a torpes maniobras jurídicas de un Gobierno casi acorralado. El actual diputado verde Hans Christian Ströbele y el ex ministro de Defensa Otto Schily fueron sus abogados.
Todo ello supuso para el modesto planteamiento inicial del grupo un acicate estupefaciente y la creencia visionaria de poder vencer a un Estado democrático, aunque fuese desde bases en Estados tiránicos como Jordania, Etiopía, Somalia o la RDA. Pero la sangre derramada cambió radicalmente la percepción popular y enajenó a la banda las simpatías iniciales. El propio Jean-Paul Sartre, que intentó mediar ante los presos de Stammheim, dijo tras lograr hablar con Baader: «Este tío es un idiota».
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