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El Gran Hermano chino vigila en Xinjiang

Pekín confina a un millón de uigures en campos de reeducación para combatir el yihadismo independentista

Manifestantes uigures se enfrentan con la Policía ABC
Pablo M. Díez

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Campos de reeducación en medio del desierto, controles policiales con pruebas biométricas, cámaras de vigilancia capaces de reconocer las caras, «aplicaciones espía» en los móviles y hasta comisarios políticos viviendo en casa como si fueran uno más de la familia. No es una versión en «Black Mirror» de «1984», sino la provincia china de Xinjiang.

A 4.000 kilómetros de Pekín, en la frontera con Asia Central, esta gigantesca región de mayoría musulmana sufre la mayor represión vista en China desde los oscuros días de la «Revolución Cultural» (1966-76). Si entonces el objetivo era el culto al «padre de la patria», Mao Zedong , ahora lo es la erradicación del islamismo más extremista. Con la excusa de combatir el terrorismo yihadista y el independentismo, el régimen de Pekín lleva a cabo una masiva campaña de adoctrinamiento que parece una pesadilla orwelliana.

Así lo denuncian recientes informaciones de medios internacionales y un informe de 117 páginas de la ONG Human Rights Watch (HRW), que ha entrevistado a 58 uigures, la etnia musulmana autóctona de la zona. Hablando todos desde el exilio, cinco han estado detenidos en campos de reeducación y 38 tienen familiares en ellos.

Dicho informe recoge «detenciones arbitrarias masivas, torturas e invasivos controles sobre la vida diaria» de los 13 millones de uigures que habitan en Xinjiang, que hablan una lengua emparentada con el turco y suspiran por la independencia para formar el Turkestán Oriental. Dicha represión también la sufren otras minorías fronterizas, como los kazajos, pero no los 12 millones de «han», la etnia mayoritaria en China, que suman el resto de la población. Con tres veces la superficie de España, Xinjiang es una zona estratégica para el régimen por su petróleo, gas y fronteras en Asia Central.

Para acabar con los atentados y revueltas que han sacudido durante los últimos años esta región, el régimen lanzó en 2014 una campaña que se ha endurecido desde que Chen Quanguo, secretario provincial del Partido Comunista, fue trasladado desde el Tíbet en 2016. Bajo su cargo, se ha construido una red de campos de reeducación donde se calcula que podría haber confinados un millón de uigures, la inmensa mayoría sin haber sido condenados por ningún delito. Por el mero hecho de acudir con frecuencia a la mezquita, leer el Corán o rezar en público, llevar una barba larga o tener familiares en 26 «países musulmanes peligrosos», los uigures son encerrados durante meses y sometidos a un alienante lavado de cerebro. En clases colectivas, deben cantar alabanzas al Partido Comunista, aprender mandarín y renegar no solo de la violencia yihadista, sino también de algunos principios y costumbres del islam.

«Pedí un abogado y me dijeron que no me hacía falta, porque no estaba preso, sino en un campo de educación política donde lo único que tenía que hacer era estudiar», relata en el informe de HRW un uigur que se pasó varios meses detenido. Otros denuncian torturas y malos tratos generalizados, que se suman al dolor por estar apartados de sus familias sin haber sido condenados por nada.

Marcados con códifos QR

Incluso fuera de los campos, el control es tan asfixiante que viola la más estricta intimidad de los uigures. Además de ser estrechamente vigilados y de no poder conseguir un pasaporte, la Policía ha colocado en sus casas códigos QR con todos los datos de la familia que mora en ella. Para asegurarse de que son «buenos ciudadanos», comisarios del Partido Comunista incluso pasan algunos días en sus domicilios y los animan a denunciar a sus vecinos.

«Desde principios de 2017, los funcionarios locales venían dos veces por semana a mi casa y algunos hasta se quedaban por la noche. Oficialmente llamados “nuevos parientes”, nos leían propaganda y nos hacían muchas preguntas y fotos», detalla en el informe otra exiliada de 52 años cuyo hijo está en un campo de reeducación. Con el despotismo de siempre y la tecnología del siglo XXI, el «Gran Hermano» chino vigila en Xinjiang.

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